El siglo de María Pimentel
El siglo que la historiografía venezolana llama “petrolero” no comenzó en 1922, sino en 1939, en que una maestra normalista de 17 años llegó a la Costa Oriental del Lago de Maracaibo dando caza al hombre que la había dejado embarazada
El siglo que la moderna historiografía venezolana llama “petrolero” no comenzó para mi madre en 1922, con el legendario reventón del pozo Barroso # 2, sino la noche de fines de noviembre de 1939 en que, maestra normalista de 17 años, llegó a la Costa Oriental del Lago de Maracaibo dando caza al hombre que la había dejado embarazada en Los Teques, a 700 kilómetros de allí.
Lo hizo justo a tiempo de presenciar el terrible incendio de Lagunillas de Agua, poblado palafítico de aluvión petrolero que ardió por completo cuando una prostituta, trenzada en una reyerta tabernaria, dejó caer accid...
El siglo que la moderna historiografía venezolana llama “petrolero” no comenzó para mi madre en 1922, con el legendario reventón del pozo Barroso # 2, sino la noche de fines de noviembre de 1939 en que, maestra normalista de 17 años, llegó a la Costa Oriental del Lago de Maracaibo dando caza al hombre que la había dejado embarazada en Los Teques, a 700 kilómetros de allí.
Lo hizo justo a tiempo de presenciar el terrible incendio de Lagunillas de Agua, poblado palafítico de aluvión petrolero que ardió por completo cuando una prostituta, trenzada en una reyerta tabernaria, dejó caer accidentalmente una lámpara de kerosén encendida por entre los tablones del piso de madera del Bar Caracas.
La lámpara inflamó el manto de crudo que escapaba desde hacía tres días por una fisura del oleoducto sublacustre de la Venezuelan Oil Concessions sobre el que pendía el campamento. Todavía en su vejez, mi madre sentía escalofríos y enmudecía al recordar cómo más de seis mil personas se vieron atrapadas en la hoguera cuando la pasarela de 70 metros que comunicaba el pueblo con la tierra firme se desplomó en llamas bajo el peso de una multitud que, desesperada, buscaba escapar de la conflagración. Se contaron más de 700 muertos.
Aquello ocurría solo dos años después de la gran huelga petrolera declarada por nuestros primeros e incipientes sindicatos, liderados en conjunto por quienes luego fundarían nuestros partidos modernos, entre ellos el Partido Comunista. Más de 20 mil obreros de los campos de la cuenca sedimentaria de Maracaibo, uno de los yacimientos más ricos en la historia del Antropoceno, se rebelaron contra las infrahumanas condiciones de un duro trabajo miserablemente remunerado.
La represión fue brutal, hubo una decena de muertes, muchísimos arrestos y centenares de niños debieron ser evacuados a Caracas y otras ciudades donde los comités clandestinos de huelga dispusieron refugios.
La huelga se prolongó durante 47 días, y cuando terminó, los obreros habían ganado solo un aumento del 50 por ciento en su jornal, ¡menos de 50 centavos de dólar! Sin embargo, sus organizadores lo consideraron un gran triunfo y, mirando hacia atrás, hay que convenir en que aquellas duras jornadas fueron el fragoroso comienzo del bienestar y la modernidad política que los venezolanos de entonces cifraban con razón en la palabra “petróleo”.
El movimiento huelgario obtuvo de las compañías y del Estado, ya por entonces bastante rentista, ansiadas mejoras sociales: tuvimos legislación laboral, libertades sindicales, se afinaron los mecanismos de tributación petrolera. La idea de vivir en una democracia próspera se convirtió en una meta ciertamente alcanzable para la generación de mis padres.
Una década más tarde, mis compatriotas ejercían por primera vez el voto universal directo y elegían al primer presidente civil del siglo XX: Rómulo Gallegos. El militarismo—la verdadera heredad de Bolívar—hizo entonces de la suyas: hubo retroceso, pero no catástrofe.
En 1958 regresó, en efecto, el régimen civil a un país que ya contaba con la mejor educación pública, “gratuita y de alta calidad”, posible en nuestra parte del mundo. Pagada con los proventos del petróleo.
De aquel funcionariado civil, desdeñado por los marxistas por ser solo reformista, salió quien quizá haya sido nuestro hombre público más ninguneado: un honrado abogado hacendista que dio en estudiar a fondo los métodos de la Texas Railroad Comission.
La TCR, como aún se le conoce, fue una rareza desde su origen, tratándose de una institución estadounidense, pues hablo de un organismo público cuya misión es regular la empresa privada, en particular la petrolera, poniendo coto a su impulso monopólico y tasa a sus ganancias. De la TCR, Juan Pablo Pérez Alfonzo sublimó, en el curso de los años 50, la razón y espíritu de la OPEP, el cártel de países productores que nació en 1960.
Una idea útil, muchísímo más útil que las pamplinas fisiócratas de Arturo Uslar Pietri –”sembrar el petróleo”—, frase que delata al redactor publicitario que, como verdaderos idiotas latinoamericanos, hemos tenido por pensador económico durante un siglo.
“Si quieres un final feliz—advierte Orson Welles—, eso solo depende de dónde detengas tu historia” y la crónica acerca de qué ha hecho el petróleo con nosotros es mejor dejarla, por hoy, hasta aquí. Vuelvo a un incendio ocurrido hace 83 años.
La maestra de escuela embarazada no halló a su burlador en el campamento de la Pantepec Oil of Venezuela, ni en ninguna otra parte. La noche del incendio la pasó ayudando a atender a los heridos y quemados que fueron llevados a una pequeña iglesia metodista fundada por un pastor trinitario.
En aquel tiempo, los trinitarios emigraban a Venezuela a servir en las cuadrillas de perforación. Hablar inglés les daba ventaja laboral sobre los venezolanos. Cerca de la iglesia metodista estaba el patio de tuberías de la Venezuelan Oil Concessions. Allí conoció mi vieja al encargado: mi padre, quien, aun a sabiendas de su preñez, la cortejó.
Por una vez le haré caso a Orson Welles.