Lo que no sabemos de Rishi Sunak

El problema crucial que tiene la política británica y la gran contradicción del Brexit es que algo que se presentó a los ciudadanos como la panacea económica está causando ya un daño inmenso

SR. GARCÍA

En los últimos años me he dado cuenta de que, cuando viajo por Europa, la gente me hace las mismas preguntas. “Los británicos solíais ser pragmáticos, estables y sensatos”, suelen decirme en España, Francia y Alemania. “¿Qué ha pasado?”. El interrogatorio se ha vuelto más intenso en los últimos meses. Primero, estuvo la dimisión de Boris Johnson y luego la larga disputa para elegir un nuevo líder del Partido Conservador, la sorprendente elección de Liz Truss, ...

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En los últimos años me he dado cuenta de que, cuando viajo por Europa, la gente me hace las mismas preguntas. “Los británicos solíais ser pragmáticos, estables y sensatos”, suelen decirme en España, Francia y Alemania. “¿Qué ha pasado?”. El interrogatorio se ha vuelto más intenso en los últimos meses. Primero, estuvo la dimisión de Boris Johnson y luego la larga disputa para elegir un nuevo líder del Partido Conservador, la sorprendente elección de Liz Truss, sus desastrosos 45 días como primera ministra, su repentina dimisión, otra disputa precipitada por dirigir a los conservadores y, en la última semana, la designación de Rishi Sunak. Sunak es la primera persona de origen asiático que es primer ministro del Reino Unido (algo de lo que podemos estar orgullosos) y el quinto primer ministro en seis años (de esto quizá no tanto). No tengo más remedio que coincidir con mis amigos europeos: es difícil dar una imagen más convincente de un país que ha pasado de la calma al caos político en muy poco tiempo.

Cinco primeros ministros desde 2016. Vaya. ¿Qué pasaría en el Reino Unido ese año para desencadenar todo este torbellino? Es evidente que la respuesta es el Brexit, pero no oiremos a muchos políticos reconocerlo abiertamente, porque la propia palabra casi ha dejado de formar parte del lenguaje político británico. Y eso es ya en sí extraordinario. En 2016, cuando el pueblo británico aprobó por estrecho margen la propuesta de abandonar la Unión Europea, los partidarios del Brexit no pudieron contener el júbilo. El “Día de la Liberación”, lo llamó Nigel Farage. ¿No deberían, seis años después, seguir presentándolo como uno de los mayores triunfos del Gobierno conservador y recordándonos a diario la gran victoria que obtuvimos y las tremendas libertades que ganamos? Pues no, todo el mundo está callado sobre esta cuestión. Un acontecimiento que en 2016 era un hito histórico en 2022 no se menciona apenas.

Quizá sea porque los políticos de los dos principales partidos —y los periodistas— se avergüenzan al recordar cuánto se exageraron las virtudes del Brexit durante la campaña para el referéndum. David Davis, uno de los diputados que más defendió la salida de la UE, hizo esta predicción: “El Brexit no tendrá ninguna desventaja; todo será enormemente positivo”. Un ejemplo de la retórica absolutista que utilizaban los partidarios del Brexit; ahora ha quedado claro que se equivocaba. Por poner solo dos ejemplos, las exportaciones británicas de bienes y servicios descendieron alrededor de un 12% entre 2017 y 2021, y la London School of Economics ha calculado que el número de intercambios comerciales entre empresas del Reino Unido y la UE se redujo en un tercio en los primeros seis meses posteriores a la entrada en vigor del acuerdo firmado por Boris Johnson.

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De hecho, la drástica decisión política que en 2016 se presentó como la vía hacia una mayor prosperidad no ha servido más que para empeorar las cosas. Pero reconocerlo implicaría enfrentarse a unas cuantas verdades sobre la economía británica y remontarse a los años ochenta y el Gobierno de Margaret Thatcher. Thatcher decidió reducir la capacidad industrial del Reino Unido y convertir el sector de los servicios financieros, con sede en la City de Londres, en el nuevo motor de la economía británica. En lugar de ser la fábrica del mundo, íbamos a ser su banco. Y durante un tiempo eso nos permitió ganar mucho dinero (aunque la mayor parte se quedó en Londres y el Sur). Pero, cuando llegó la crisis financiera mundial en 2008, el Reino Unido se encontró en una posición especialmente vulnerable.

En 2010, tras unas elecciones sin un ganador claro, se formó un Gobierno de coalición. El nuevo ministro de Economía conservador, George Osborne, reaccionó ante la crisis financiera con un programa de severos recortes del gasto, que intentó endulzar con su famosa declaración: “Estamos en esto todos juntos”. Sin embargo, era evidente que algunas personas estaban “en esto” más que otras, y en 2016 ya no había dudas de que lo único que había creado su política de austeridad era una sociedad más desigual: los activos de los de arriba se multiplicaron mientras los más pobres y vulnerables lo pasaban cada vez peor. El Trussell Trust, que financia la mayor red de bancos de alimentos del Reino Unido, gestionaba unos 35 en 2010: en 2020, eran ya 1.300. Una situación vergonzosa en uno de los países teóricamente más ricos del mundo.

En 2016, por tanto, los británicos sabían perfectamente que la austeridad no estaba ayudándolos. Por eso, una coalición informal de euroescépticos acaudalados y votantes “relegados” de las ciudades del Norte decidió probar una solución distinta para los problemas económicos del Reino Unido: el Brexit. La palabra entrañaba una fuerte evocación emocional de la legendaria imagen del Reino Unido como Estado insular orgulloso y soberano, pero eso no bastaba para convencer a la mayoría. También debía ofrecer ventajas económicas, así que sus partidarios tuvieron que vender una obvia fantasía: la de que el fin del comercio sin fricciones con nuestro socio comercial mayor y más cercano impulsaría el crecimiento económico. En el momento en que aceptó esta contradicción, la clase política británica abandonó toda lógica y se rindió al pensamiento mágico, que la mantiene presa hasta hoy.

Quizás había una sola figura política capaz de hacer que esa fantasía pareciera convincente: Boris Johnson, con su talento populista para la propaganda, para la ironía, para decir todo con un guiño y una sonrisa que arrastraban a su público a una complicidad voluntaria. Fue Johnson quien realmente vendió el Brexit a los británicos durante el referéndum y quien luego los convenció (tras los intentos fallidos de Theresa May) de que podía “conseguirlo” con su acuerdo “prácticamente listo”.

Pero Johnson ya no está, hundido por su alegre desprecio de las reglas sobre la pandemia que su propio Gobierno había decretado. Su sustituta, Liz Truss, descubrió a toda velocidad que, independientemente de lo que los ciudadanos esperasen encontrar tras el Brexit, no les atraía un neoliberalismo rotundo e inequívoco, impuesto por alguien sin el encanto de su predecesor. A Truss la habían elegido los miembros del Partido Conservador, una parte pequeña (180.000 personas) y muy poco representativa de la población británica, así que, en lugar de volver a confiar en un grupo tan poco fiable, los diputados conservadores se apresuraron a hacer su propia selección. De modo que el Reino Unido tiene su tercer primer ministro de 2022: Rishi Sunak, un personaje aún sin probar, que solo lleva en el Parlamento siete años.

Sunak procede de la misma cultura de la banca internacional que Thatcher engrandeció. Procede de la derecha de su partido y defiende una postura radical en las guerras culturales y la inmigración. Se dice que su esposa es más rica que la difunta reina Isabel II. Pero hay muchas cosas que no sabemos de él, incluida su posición sobre el problema crucial de la política británica y que es la gran contradicción del Brexit: que algo que se presentó al pueblo británico como la panacea económica está ya haciendo un daño inmenso. Si este nuevo primer ministro quiere sobrevivir al menos unos meses más que los anteriores, debe empezar por ocuparse de esta realidad.


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