Que el fin de la civilización te pille leyendo en tu sillón favorito
Seguramente, como anhelan los moralistas, suframos pronto el castigo bíblico por nuestra frivolidad, por creer que la vida merecía la pena dejándola pasar con una cerveza bien tirada, buena compañía y algún que otro libro
Andamos algunos escritores españoles desparramados por Alemania. Nos concentraron en la feria de Francoforte del Meno y nos echaron luego por los caminos del país a predicar nuestros libros, que no son —nos lo advirtieron con pesar y en voz baja, al terminar los festejos de exaltación hispánica— los favoritos de los lectores locales, que prefieren con mucho los de los ingleses, los franceses, los italianos o los de cualquier escandinavo. Por eso hay q...
Andamos algunos escritores españoles desparramados por Alemania. Nos concentraron en la feria de Francoforte del Meno y nos echaron luego por los caminos del país a predicar nuestros libros, que no son —nos lo advirtieron con pesar y en voz baja, al terminar los festejos de exaltación hispánica— los favoritos de los lectores locales, que prefieren con mucho los de los ingleses, los franceses, los italianos o los de cualquier escandinavo. Por eso hay que predicar, dicen las autoridades culturales españolas, a ver si haciéndonos los simpáticos conseguimos que descubran la literatura que queda más allá de Javier Marías.
Entre prédica y prédica, he escuchado un poco a los anfitriones alemanes. Dicen algunos colegas de viaje que los notan alicaídos. La cercanía de la guerra, los boicots rusos y la amenaza del invierno sin gas los han sumido en una melancolía tensa que a mí me cuesta percibir. Quizá porque no trasciendo mi pose de turista, pero yo no veo una Alemania muy diferente a la de otros viajes: circulan las mismas bicis y dominan el paisaje los mismos señores que cultivan las virtudes cívicas de esperar a que el semáforo de peatones cambie a verde y de arrojar cada desecho en el contenedor de reciclaje adecuado.
Un par de amigos escritores me cuentan que, desde el coronavirus —y ahora con la guerra—, no escriben casi nada. La perplejidad y la inquietud les paraliza. Otro me cuenta que dudó si viajar a Fráncfort, con los agentes de Putin tan enredones y tan cerca de la línea de frente. La neurosis y la ansiedad son temas comunes de conversación, y yo intento hacer como Stefan Zweig en la playa de Ostende en 1936 y contemplar el ocaso del día como metáfora del ocaso de la civilización, pero no me sale el sentimiento trágico. Quizá sea esta la última vez que nos permitimos predicar sobre nuestros libros. Puede que este mundo de conferencias y conversaciones literarias se rompa como el espejismo que tal vez siempre fue. Seguramente, como anhelan los moralistas, suframos pronto el castigo bíblico por nuestra frivolidad, por creer que lo que merecía la pena de la vida consistía en dejarla pasar con una cerveza bien tirada, una buena compañía y algún que otro libro. Si sucede, ojalá me pille desprevenido, firmándole un ejemplar con mucha simpatía a un nuevo lector alemán que también se resigna a que, cuando los bárbaros saqueen su casa, le pillen leyendo con una copa de vino en su sillón favorito.