La vida cambia en un instante
¿Qué sucede con la muerte de las personas que no hemos llegado a conocer?
Lijo madera desde hace tres días. Llevo tres días mirando mis manos y temiendo por ellas entre sierras, martillos, grapadoras y taladros. La lijadora eléctrica ha hecho que no solo las manos tiemblen, sino que tome conciencia —más— de la existencia del cuerpo, que también tiembla. Me reconozco en ellas, que rejuvenecen como por arte de magia cuando se colocan al lado de las de mi padre y sujetan los tablones antes de atornillarlos. Después vuelven a su estado natural y los movimientos me recuerdan a los de mi abuelo. Lo veo cuando cojo el pincel con cola blanca o acaricio con la palma de la ma...
Lijo madera desde hace tres días. Llevo tres días mirando mis manos y temiendo por ellas entre sierras, martillos, grapadoras y taladros. La lijadora eléctrica ha hecho que no solo las manos tiemblen, sino que tome conciencia —más— de la existencia del cuerpo, que también tiembla. Me reconozco en ellas, que rejuvenecen como por arte de magia cuando se colocan al lado de las de mi padre y sujetan los tablones antes de atornillarlos. Después vuelven a su estado natural y los movimientos me recuerdan a los de mi abuelo. Lo veo cuando cojo el pincel con cola blanca o acaricio con la palma de la mano la superficie de uno de los tableros de la librería que estamos construyendo.
Cuando entregué las ilustraciones de El año del pensamiento mágico de Joan Didion, el que era mi editor me dijo: “La vida cambia en un instante’. ¿Lo escribirías a mano para la contra?”. También hablamos de que en un par de semanas estaríamos en Cartagena de Indias, y de que tenía la intención de que almorzáramos con una escritora colombiana del sello porque estaba seguro de que iba a gustarme. Fui al taller y decidí grabar la frase sobre una plancha de cobre. Biselé la plancha, la lijé, la desengrasé con carbonato cálcico y después la barnicé para poder grabarla. Escribí el texto con una punta de acero y metí la plancha en la cubeta del cloruro de hierro. Mientras el ácido mordía el cobre recibí una llamada que me informó de que mi editor acababa de fallecer.
Llegué a Cartagena de Indias y la casualidad hizo que almorzara con aquella escritora. Parecía enfadada porque estaba allí debido a la insistencia del que había sido nuestro editor y él no se había presentado. Yo lo veía en cada esquina, con una camisa blanca y un leve bronceado, sonriéndole al sol. Pensaba, mientras lijaba, que no podía enfadarme con mi abuelo, y me pasaba lo que suele pasarme cuando vuelvo al pueblo, que me vuelvo de repente una niña de cuatro años que puede llegar a sentir terror cuando la idea de la muerte del padre no la deja dormir.
Hice aquel viaje a Colombia en 2018, con un proyecto que se centraba en la imagen de un cuerpo embarazado que no contenía embrión alguno: cuando el cuerpo expulsa a un ser que es incompatible con la vida, partes de él lo ignoran, y una tiene que enfrentarse a la pérdida con un cuerpo vacío al que le sube la leche al pecho. Mi segundo aborto espontáneo me había provocado alivio y, de alguna manera, me sentía como una impostora porque no era la mujer afligida que se esperaba que fuera. No lloraba mi pérdida (hace cuatro días, en una charla sobre arte y maternidades, una doctora se acercó y me habló con pena, como dándome el pésame, y de repente me vi explicándole a una desconocida detalles íntimos que no venían al caso) y me costaba empatizar con el dolor de las demás. Generalmente, es difícil que la gente entienda que, aunque partamos de la experiencia personal, un libro no siempre es una confesión.
¿Qué sucede con la muerte de las personas que no hemos llegado a conocer? La escritora italiana Dacia Maraini, en su libro Un cuerpo feliz no deja marchar al hijo que nació muerto hasta el momento en el que este habría sido un adolescente, y no escribe la historia hasta muchos años después, cuando ya es una anciana. La rusa Anna Starobinets escribe la suya justo después de que suceda, y consigue hacer una crítica feroz al sistema sanitario de su país. Ambos libros se publicaron casi a la vez en el nuestro. Podría decirse que hablan de lo mismo, pero lo único que tienen en común es lo que con tanta lucidez apunta Joan Didion sobre el hecho de aprender a dejar ir a los muertos: han de convertirse en la fotografía de la sala de estar.
Mi abuelo me construyó mi primera librería. ¿Podré dejarlo marchar cuando acabe de lijar las baldas de la nueva?