En este restaurante no sirven meseras
Apenas alguna mujer a las puertas del local, casi como reclamo; quizá en la caja para cobrar y desde luego en el cuarto de baño, limpiando
Esta es la versión web de Americanas, el boletín de EL PAÍS América que aborda noticias e ideas con perspectiva de género. Para recibirlo cada domingo puede suscribirse en este enlace.
Es frecuente en México escuchar a los dirigentes políticos duplicar el sustantivo para visibilizar el sexo femenino: niños y niñas, enfermeros y enfermeras, maestros y maestras. ¿Qué pensarán todos estos funcionarios públicos cuando salen a los restaurantes a cenar y solo pueden llamar a los meseros? ¿Acaso n...
Esta es la versión web de Americanas, el boletín de EL PAÍS América que aborda noticias e ideas con perspectiva de género. Para recibirlo cada domingo puede suscribirse en este enlace.
Es frecuente en México escuchar a los dirigentes políticos duplicar el sustantivo para visibilizar el sexo femenino: niños y niñas, enfermeros y enfermeras, maestros y maestras. ¿Qué pensarán todos estos funcionarios públicos cuando salen a los restaurantes a cenar y solo pueden llamar a los meseros? ¿Acaso no ven las legiones de hombres que les sirven? Meseros, no meseras. ¿No les sorprende algo tan sorprendente? Ocurre en la Ciudad de México, en La Paz y en Zacatecas. Por todas partes. Es tan obvio que en esos lugares se tiene por política no contratar a mujeres para la sala de comidas que se cae de discriminatorio. No es que haya pocas, es que en cientos de restaurantes, sencillamente, no hay ninguna.
En otras profesiones se hace hincapié en la paridad, incluso o precisamente en aquellas en las que el sexo masculino predomina de forma arrolladora, como en la policía, el Ejército o el muy heroico cuerpo de bomberos. Y los legisladores se ponen manos a la obra para que las mujeres alcancen su lugar en el mundo. Pobres meseras, nadie se acuerda de ellas. El bochornoso fenómeno se da sobre todo en los restaurantes de renombre, con solera, pero no únicamente. Una nube de hombres uniformados te recibe al entrar en el salón, te acompaña a la mesa y te pone la servilleta en las rodillas. Apenas alguna mujer a las puertas del local, casi como reclamo; quizá en la caja para cobrar y desde luego en el cuarto de baño, limpiando. No hay lugar a equívoco, el comedor es terreno vedado para ellas, por más que se empeñen en decir lo contrario cuando se les pregunta.
Si se les pregunta, ocurre en alguna ocasión, la respuesta es desacomplejada: vienen a decir que servir las mesas es trabajo más penoso que la cocina, por ejemplo, incluso que allá dentro, entre fuego y cacerolas reciben más propinas porque el dueño se las reserva.
No se conoce un solo espacio copado por hombres que sea inferior en privilegios. Quizá se ha dado algún caso en Andorra o en Tuvalu, quizá. Más bien ocurre al revés, espacio que empieza a tener prestigio, fama o dinero se llena de hombres al momento y se expulsa a las mujeres. Véase el ejemplo de los harto renombrados chefs de cocina. Hace unos pocos años, los rectores de las universidades españolas eran todos hombres. Se movían en sus coches con sus choferes y por su cargo recibían el título de magníficos. No excelencia ni ilustrísimo, magnífico. (No es cuestión de medirlo al peso, pero hombre, magnífico es bien pomposo, suena a superhéroe). Uno de ellos, preguntado por la sonora ausencia de magníficas, contestó: “Es un trabajo más duro de lo que parece”. ¿Así que ese era el motivo? Lo mismo responden los camareros en México: que si hay que llevar las enormes charolas al hombro, que si son muchas horas, que si patatín, que si patatán. Argumentos del siglo XIX (si me quedo corta, avisen), que sonrojarían a una lechuga.
Si la mujer quiso bajar a la mina fue porque le ofrecía mayor sustento que morirse de hambre en casa. Y bajó. Y se hizo ingeniera y rectora y futbolista. Ahora subirán a la luna, ya era hora de que las dejarán. En esa y en tantas profesiones se han usado muchas vías para impedir el paso de las mujeres, ¿no hará falta explicarlas? El espacio periodístico no permite explicación tan prolija, disculpen. Así que, la ausencia femenina no es una cuestión de capacidad de trabajo, de fortaleza física ni de desánimo mensual.
La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia señala en su artículo 11 lo que constituye violencia laboral, entre otras cosas cualquier clase de “discriminación por cuestión de género”. El senador mexicano Juan Zepeda, de Movimiento Ciudadano, ha propuesto modificar ese artículo para dejar claro que la imposición de vestimentas o atuendos sexistas en el empleo, algo que ocurre con frecuencia en algunos bares, debe incluirse explícitamente como violencia laboral y castigarse en consecuencia.
Está bien combatir esa imagen del cuerpo femenino como señuelo, que se ha ido erradicando en el deporte, por ejemplo; ya no salen las guapas de minifalda a dar besos al campeón de la etapa ciclista (ahora son las mujeres quienes reciben los besos, sin haberlos pedido, por supuesto. Pregunten en Brasil). En la muy fiestera y céntrica calle Lerma de la Ciudad de México, por mencionar un solo caso, hay uno de esos bares donde las pobres meseras lucen un pantaloncito tan corto y tan ceñido que solo puede servir a una baba, la masculina. Y al cabo, están trabajando, como dirían quienes defienden la prostitución como un empleo.
El caso de los meseros-no-meseras, si no violencia es discriminación anticonstitucional, porque el supremo texto reconoce la igualdad de hombres y mujeres ante la ley y prohíbe la discriminación por razón de género (ahí estarán incluidas las mujeres, cabe suponer). Los dueños de los restaurantes podrán decir misa por la mañana y cantar el rosario por la tarde, pero esa unanimidad de meseros no pasa una revisión constitucional. Si fueran todos negros en el imperio de los blancos nadie tendría la menor duda: discriminación. Apartheid, también se llama.
¿Hay algún político en la sala que tenga la bondad de corregir esta discriminación? Se le amarga a una hasta el chile en nogada.
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