Septiembre de 2022: qué ganas de volver
Existe en los discursos apocalípticos una confesión implícita de falta de rumbo, de rendición. Como si ya no quisiéramos construir la experiencia, sino padecer sus consecuencias
No sé si soy de las pocas personas a las que nos pasa o de las poquísimas que lo decimos en alto, pero tengo ganas de volver. Terminar las vacaciones y regresar a mi casa, a mi almohada, a la cola del supermercado, a la panadería de la esquina y a esa cosa difusa que llamamos “vida”. Tengo ganas de salir de la claustrofóbica presión familiar (elegida y disfrutada, sí, pero agotadora) a la que las vacaciones nos someten a muchas y muchos y volver a la apertura de las amigas, la ciudad y la rutina. La verdad es que no creo ser la única. Somos mayoría las personas con ganas de disfrutar nuestro p...
No sé si soy de las pocas personas a las que nos pasa o de las poquísimas que lo decimos en alto, pero tengo ganas de volver. Terminar las vacaciones y regresar a mi casa, a mi almohada, a la cola del supermercado, a la panadería de la esquina y a esa cosa difusa que llamamos “vida”. Tengo ganas de salir de la claustrofóbica presión familiar (elegida y disfrutada, sí, pero agotadora) a la que las vacaciones nos someten a muchas y muchos y volver a la apertura de las amigas, la ciudad y la rutina. La verdad es que no creo ser la única. Somos mayoría las personas con ganas de disfrutar nuestro presente, mayoría las decididas a romper el ciclo de 12 meses currando para salir 15 días a la playa. Mayoría quienes estamos dispuestas a luchar para que los días normales sean también los deseables. Sin embargo, todo está en nuestra contra. El mundo en general y los políticos en particular ya han decidido que este año será un mierda.
Como el resto, he atravesado este verano de fuego bajo la amenaza política de que winter is coming. La canción del verano, muy por encima del Quédate, de Quevedo, o el Te felicito, de Shakira, tiene un estribillo político que todos hemos aprendido de memoria: “Hay que estar preparados para lo peor todo el tiempo”. No sabemos quién la canta ni dónde la hemos escuchado, pero el estribillo se nos ha metido dentro, como la peor pachanga. “No somos conscientes de que el invierno va a ser durísimo”, escuché decir a Margarita Robles en la Cadena SER en lo que me pareció una amenaza más propia de Sansa Stark que de una ministra de Defensa. Después de todo, los ciudadanos no podemos ser tratados como los espectadores de la serie Juego de tronos, y esta insistencia en el fin del mundo a la que estamos sometidos no solo es un ataque frontal al presente, sino que niega cualquier disfrute, placer o goce a la vista. Y lo que es peor, es un riesgo grave para el Estado. Ya saben, esa forma de organización social de la que nosotros gozamos cada día y con la que no sueña ninguno de los protagonistas de la tribal mítica serie: allí donde nosotros tenemos democracia, ellos tienen zombis.
De hecho, a pesar de las condiciones objetivas (y durísimas) que nos rodean, tenemos la responsabilidad de pensar cuál es el objetivo y cuáles las consecuencias de sostener declaraciones aciagas de manera permanente. Desde el punto de vista del cortoplacismo político, parece evidente que esta insistencia con el fin del mundo no tiene otro objeto más allá de la expansión de la arbitrariedad. Estamos tan amenazados que podríamos aceptarlo todo: que suban los impuestos, que los bajen, un pacto con las eléctricas o con la Liga china, una cartilla de racionamiento o un impuesto especial para los fideos finos. No cuestiono la estrategia (que comparten casi todos los partidos en este momento, menos los que nunca comparten nada); puede que necesitemos pedagogía y resiliencia para encarar tiempos difíciles. Pero desde la responsabilidad que exigen el medio y el largo plazo, este pesimismo sostenido es un veneno lento que se está inyectando poco a poco en la idea misma de Estado que, a pesar de lo que decía Marx, es algo más que el consejo de administración nombrado por el capital. Es también una ilusión colectiva que aspira a poder organizar nuestra vida con con cierta seguridad y con cierto placer. Y, en este sentido, la futurofobia en la que vivimos inmersos es un ataque al optimismo que debe derivar de toda organización social o pública. Un pesimismo que está emparentado además con el populismo más terrible. Después de todo, el pesimismo ha sido siempre la bandera del fascismo.
Por lo demás, hay una pregunta que no podemos evitar por más tiempo: ¿y si el infierno fuera esto? Es difícil garantizar un futuro peor con las imágenes de Ucrania sangrando en la retina, los bosques ardiendo, los termómetros a punto de estallar, la ultraderecha ganando terreno y los precios en el supermercado convirtiendo en precarias las que antes fueran existencias estables. Quienes auguran lo peor, ¿en qué mundo viven? Lo peor, de hecho, ya está aquí. Y también con ello vamos a vivir. Sin embargo, conocer y atender a lo que pasa no cambia el hecho de que la manera en que percibimos la realidad afecte decisivamente a la mirada, la intencionalidad y el pensamiento. Quienes pregonan la suya y más quienes difunden el apocalipsis como si fuera un nuevo evangelio suelen estar interesados en vender algo.
“¿Es real la realidad?”, se preguntaba Paul Watzlawick en su libro sobre confusión, desinformación y comunicación. Y la respuesta que se daba es que la realidad es siempre el producto de la comunicación humana, de modo que lo que comunicas es siempre una forma de construir el mundo. Un mundo que se convierte necesariamente en real. Y lo que se está comunicando ahora por todas partes es que nadie va a hacer nada. Existe en los discursos apocalípticos una confesión implícita de falta de rumbo, de rendición, de inacción. Como si ya no quisiéramos construir la experiencia, sino padecer sus consecuencias. El sistema en que vivimos no nos hace mejores, eso está claro. Tampoco más felices. Las desigualdades son crecientes y el progreso aniquila el planeta. La pregunta es: ¿de verdad nuestra forma de mirar al futuro va a consistir en imaginar finales en vez de proponer principios? De momento, yo me atrevo a confesar que tengo ganas de este septiembre.