Un siglo de sopas de ajo

La pérdida de olfato causada por el coronavirus se debe a la infección del cerebro. La pandemia de covid largo requiere atención

Un médico hace un test para detectar trastornos del olfato en el hospital Ramón y Cajal de Madrid.Olmo Calvo

Vas andando por la calle de una ciudad desconocida, llueve a jarros, te metes en un portal para protegerte de la intemperie y, de repente, sin previo aviso ni venir a cuento, el olor de esas escaleras perfumadas por un siglo de sopas de ajo y caldos de jamón rancio te transporta a una escena de la infancia olvidada durante 40 años, pero que ahora se te presenta en una forma tan nítida y viva como la experiencia original....

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Vas andando por la calle de una ciudad desconocida, llueve a jarros, te metes en un portal para protegerte de la intemperie y, de repente, sin previo aviso ni venir a cuento, el olor de esas escaleras perfumadas por un siglo de sopas de ajo y caldos de jamón rancio te transporta a una escena de la infancia olvidada durante 40 años, pero que ahora se te presenta en una forma tan nítida y viva como la experiencia original. El olfato tiene estas cosas, como la lectora habrá comprobado a menudo. Es bien curioso que un sentido que surgió en la evolución como un detector de tóxicos haya llegado a dominar el arte de la evocación con tal maestría.

El paradigma de este talento es Marcel Proust, cuya obra mayor, En busca del tiempo perdido, emerge del olor de una magdalena mojada en una infusión de manzanilla. Digo que emerge del olor, no del sabor, porque el sabor es un sentido grosero que solo distingue las cinco categorías más toscas (dulce, salado y poco más), y es el olfato el que aporta a la percepción su vasta gama de matices, su precisión y agudeza. Donde Proust dice sabor debe decir olor. Una simple errata literaria.

La pared interna de la nariz es el órgano del olfato, como los ojos lo son de la vista. Su función no es alegrar el día de la madre, sino identificar los productos químicos que circulan por el aire. Que vengan de una flor o de un cocedero de alpechín es una cuestión menor en el gran marco de las cosas. El epitelio nasal está cubierto de quimiorreceptores muy específicos para cada sustancia del ambiente, cada uno fabricado por un gen. Un mamífero típico tiene hasta mil genes para esos receptores. Nosotros solo podemos exhibir unos 400, tal vez porque el cerebro de nuestros ancestros tuvo que hacer sitio a la visión en color. El centímetro cuadrado está muy caro en el córtex cerebral, la sede de la mente. La lista exacta de genes difiere en cada especie. Las abejas, por ejemplo, han amplificado los genes que reconocen los aromas de las flores. Hay un método en la locura de la evolución.

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Uno de los síntomas más corrientes de la covid fue la pérdida del olfato, anosmia en la jerga. Muchos pacientes lo han recuperado, pero muchos otros siguen afectados meses o años tras el contagio, en lo que supone uno de los signos más comunes de covid largo. Esto desconcertó a todo el mundo, incluidos los científicos, porque un virus respiratorio no debería estar autorizado a penetrar en el cerebro, que es donde reside nuestra capacidad de oler cosas, además de todos los síntomas neurológicos que constituyen la parte del león del covid largo. Las últimas investigaciones del Instituto Pasteur en París ofrecen una explicación asombrosa. El SARS-CoV-2 induce la formación de un túnel de nanotubos por el que el virus se cuela desde las células receptoras de la nariz hasta las neuronas del lóbulo olfativo, el centro cerebral de procesamiento de los olores. Un siglo de sopas de ajo puede quedar arruinado por un simple virus, y con él los recuerdos que evoca, seguramente la única vía de acceso a ellos, la llave de nuestras memorias. Nos hemos centrado en perder el placer de comer, pero el problema es mucho más amplio. Qué cosas tiene la naturaleza.

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