La OTAN, la guerra y el nihilismo
Aunque sea inevitable para frenar a Putin, no se puede aceptar acríticamente que Europa vuelva a depender de Estados Unidos en un contexto inquietante de regresión nacionalista y desglobalización
Del “No a la Guerra” que movilizó a centenares de miles de personas en España contra la guerra de Irak en 2003 a la cumbre de la OTAN en Madrid esta semana han pasado 19 años. Los tiempos cambian, pero las cuestiones de fondo permanecen. El presidente Biden ha dado el titular: “Vladímir Putin pretendía la finlandización de Europa y lo que tendrá es la otanización d...
Del “No a la Guerra” que movilizó a centenares de miles de personas en España contra la guerra de Irak en 2003 a la cumbre de la OTAN en Madrid esta semana han pasado 19 años. Los tiempos cambian, pero las cuestiones de fondo permanecen. El presidente Biden ha dado el titular: “Vladímir Putin pretendía la finlandización de Europa y lo que tendrá es la otanización de Europa”. Más claro, el agua: fuera tabús. Decía Claudio Magris que “en este principio de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: combatir el nihilismo o llevarlo hasta sus últimas consecuencias”. Y ahí estamos. Si entonces la gente salió a la calle contra la delirante invasión de Irak por parte de Estados Unidos, ahora mismo una movilización contra la guerra tiene un destinatario: el belicismo nihilista de Vladímir Putin, que decidió invadir Ucrania a mayor gloria suya, sin la más mínima justificación. Los demás tenemos la obligación moral y democrática de defender a Ucrania. Lo contrario sería dar vía libre al agresor. Pero cuidado: la creencia de que todo es posible está en el subconsciente de los poderosos. Y nubla el horizonte.
La antesala de la cumbre de la organización militar, con la llegada anticipada del presidente norteamericano, ha servido para que se escenificara un deshielo entre Estados Unidos y España. Joe Biden ha roto la frialdad con Pedro Sánchez, recuperando unas relaciones que llevaban tiempo a baja temperatura. Parece que, por fin, Washington ha olvidado el rechazo de España a la guerra de Irak y la pulsión pacifista de la calle. Por supuesto, el reencuentro viene acompañado de exigencias de complicidad militar: en el uso de las bases americanas y en la ampliación del presupuesto de Defensa español. Tiempo habrá de analizar los efectos en política interior. Pero ahora mismo la prioridad es el nuevo dibujo bipolar del mundo que se ha trazado en Madrid.
Vamos pues a la cumbre de la OTAN y lo que de ella emana. Con cuatro titulares: la designación de Rusia como “la amenaza más directa y significativa” y la advertencia a China (no es adversario pero inquieta, y justifica que la larga mano de la OTAN llegue a Asia); la incorporación a la organización militar de Finlandia y Suecia, que hasta ahora se movían con espíritu de neutralidad pacificadora; los compromisos inequívocos de apoyo político y militar a Ucrania, reiterados con la promesa al presidente Volodímir Zelenski de que nunca le dejarán solo; y el anuncio de una presencia cada vez más apabullante del Ejército norteamericano en territorio europeo. En consecuencia, la guerra ha vuelto a la escena europea y no sólo como guerra fría: se acepta el reto de Putin. Y Estados Unidos amplía su poder sobre estas tierras y los que las gobiernan. La invasión de Ucrania, ante la impotencia de los europeos, ha permitido a Washington tomar la iniciativa, marcar los ritmos y los tiempos, y evidenciar la incapacidad de la Unión Europea de defenderse por sí sola, en lo militar y en lo diplomático.
Europa, lastrada por sus rivalidades internas, sigue sin superar cierto estado infantil de dependencia. Y esto ocurre en un momento con signos inquietantes tanto en los equilibrios internacionales —¿quiénes son los agentes de la estabilidad hoy?— como en la evolución de los sistemas políticos con las variantes del autoritarismo al alza. Vivimos un momento regado por una regresión ideológica de repliegue en las pulsiones nacionalistas, representadas hoy en buena parte por la extrema derecha y las derechas europeas, y con un retorno del nihilismo —la pérdida de noción de límites— encarnado en Putin, pero cada vez más usual entre los nuevos poderes económicos que creen que todo les está permitido. Y es hora ya de afrontar la incómoda cuestión de fondo que todo el mundo elude: ¿la democracia liberal es compatible con la crisis de los Estados nación y el fin del capitalismo industrial, o el autoritarismo posdemocrático es inevitable en el nuevo capitalismo global, financiero y digital? Vuelve a palparse “un distanciamiento del propio sentido racional de la vida, un hundimiento en la hostilidad al espíritu y en la barbarie”, como sentía Husserl en los años treinta, que augura tiempos difíciles.
No podemos pasar por alto la dinámica generada por el esperpento Putin, ni las invitaciones al repliegue identitario de quienes hablan ya de proceso de desglobalización. De la mano de la OTAN, Estados Unidos vuelve al primer plano europeo. Y aunque ante el desafío ruso probablemente no pueda ser de otra manera, no podemos instalarnos acríticamente ante esta nueva realidad. Putin ha querido el regreso de la guerra. Vivimos entre signos agobiantes de un desorden global que se suma a las catástrofes ecológicas y agranda la degradación física del planeta. ¿Hay que asumir que la situación no puede afrontarse de otras maneras? Una cosa es parar a Putin y otra muy distinta adentrarnos todos en la senda del nihilismo.