No, todos los hombres no son iguales

Hoy resulta más importante que nunca tener en cuenta a esos varones, que son muchos y que ejercen de centinelas del avance de la regresión machista

Varios hombres asistían en marzo a un taller sobre masculinidad igualitaria organizado en Pamplona por el Instituto Navarro para la Igualdad.PABLO LASAOSA

Algo habremos hecho mal porque es la segunda vez que un amigo, de esos buena gente y respetuoso con el feminismo, me pregunta con apuro, casi esperando una brutal reprimenda: “¿Te ofendo si te llevo la maleta?”. Y no erramos, en absoluto, al denunciar el asesinato, las palizas o defender las políticas contra la violencia de género, como se llama el maldito término. Tampoco nos equivocamos al señalar la brecha salarial o las violaciones y los abusos. Donde fallamos, tal vez...

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Algo habremos hecho mal porque es la segunda vez que un amigo, de esos buena gente y respetuoso con el feminismo, me pregunta con apuro, casi esperando una brutal reprimenda: “¿Te ofendo si te llevo la maleta?”. Y no erramos, en absoluto, al denunciar el asesinato, las palizas o defender las políticas contra la violencia de género, como se llama el maldito término. Tampoco nos equivocamos al señalar la brecha salarial o las violaciones y los abusos. Donde fallamos, tal vez, es renunciando a explicar a esos hombres que sí aman a las mujeres que son parte y apoyo de nuestra lucha por la igualdad real, porque también es la suya.

Fácil es encontrar a cualquier gran mujer que señala al padre como factor de su empoderamiento e independencia. Es el hombre nacido en los años cincuenta o sesenta, que conoció un entorno donde la mujer estaba metida en la cocina, subyugada a la voluntad del marido, casi sin alma propia, sin aspiraciones ni sueños. Para sus hijas, en cambio, ese hombre quiso algo distinto: que no tuvieran que depender de nadie, que triunfaran en sus carreras, o que eligieran sus vidas. El padre que expía a su anterior familia emerge como el primer feminista de nuestras biografías.

Fácilmente, daremos con ese novio o amigo que adora a su madre hasta las vísceras y que convierte su vida prácticamente en una búsqueda de la misma. Esa mujer a la que subir a un pedestal y admirarla como algo sagrado, buscando solo apoyarla, escucharla o entenderla. Es ese pilar que ella no necesita, pero que él elige ser en su vida. El compañero que encuentra sentido vital siéndolo, como el segundo aliado del feminismo.

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También sorprende la cantidad de muchachos que se confiesan víctimas del propio machismo. Esos que en el colegio eran tildados de “raritos” porque no les gustaba jugar al futbol o de “débiles” por mostrar su sensibilidad sin complejos. Son quienes, a menudo, andan rodeados de mujeres y afirman haber encontrado antes un refugio en ellas para aceptar su sexualidad o su parte más afectiva. El hombre protegido por nuestra causa, el tercer puntal para la lucha.

Quizás obviamos a esos hombres o chicos, que incluso lamentan su deficiente educación emocional porque no les permite conectar ni siquiera con sus propios sentimientos o anhelos. Actitudes o frases frías como “el hombre no llora” anularon su parte femenina, levantando un muro. Con ello, les arrebataron también su capacidad de amar plenamente y de forjar vínculos profundos. El hombre castrado emocionalmente aparece ahí como una víctima de la ausencia de empoderamiento femenino en la calle o en la familia.

Sin embargo, la ultraderecha ha venido a emborronar el debate público y a decirnos que las leyes como la del solo sí es sí, la lucha contra la prostitución o contra la violencia de género solo buscan vendernos al hombre como un asesino, maltratador, proxeneta, putero, machista... Hasta la educación sexual, clave contra la brutalidad de algunas violaciones perpetradas por gente joven, es ya señalada como una forma de perversión de los niños, en vez de como un cortafuegos.

Ese mecanismo de los reaccionarios contra el feminismo empieza a calar, porque vivimos inmersos en una lucha de identidades, donde algunos piensan que los derechos compiten. Se afirma que hay hembrismo, o que las mujeres han arrinconado al macho, que le quieren quitar algo suyo. Se da a entender que las políticas de género buscan poner a la mujer por encima del hombre, revertir la situación de vulnerabilidad entre géneros.

Nada más lejos. Falta pedagogía para explicar que si se dejaran de hacer políticas de discriminación positiva, o de dar permisos de paternidad, por ejemplo, las cosas no quedarían equiparadas socialmente, como quieren vendernos que ahora ocurre. En ausencia de contrapesos políticos, la desigualdad seguiría creciendo en contra de las mujeres, en salarios, en puestos de dirección, en libertades públicas. A saber, el privilegio del varón se consolidaría como norma.

Por eso, hoy resulta más importante que nunca llamar a esos hombres, que son muchos y que ejercen de centinelas del avance de la regresión machista. Ese dique va desde el taxista que espera a que entres en tu casa ante de irse, pasando por el juez o el policía que se dejan la piel en perseguir los crímenes de género, o el camarero que espanta al pesado de turno. Los hombres no son todos iguales; es algo que se sabe. Pero incluso lo evidente, lo común, lo normalito, a veces también es fundamental decirlo, y recordarlo desde el progresismo.

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