Citas a ciegas

Carece de cualquier justificación, salvo la pereza o la ignorancia, haber consagrado ‘España invertebrada’, de Ortega, como faro de la Transición a fuerza de repetir frases sacadas de contexto

DIEGO MIR

El centenario de la publicación de España invertebrada ha provocado el efecto contrario del que suelen buscar estas efemérides: lejos de propiciar renovados elogios hacia la obra, han comenzado a aparecer tímidos artículos acerca de los estragos que el transcurso del tiempo habría provocado en ella. En realidad, decir que ...

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El centenario de la publicación de España invertebrada ha provocado el efecto contrario del que suelen buscar estas efemérides: lejos de propiciar renovados elogios hacia la obra, han comenzado a aparecer tímidos artículos acerca de los estragos que el transcurso del tiempo habría provocado en ella. En realidad, decir que España invertebrada no ha superado la prueba de los años es reconocer que hace mucho tiempo, demasiado, que pocos políticos, intelectuales y periodistas que no han dejado de invocar esta obra a ratos grotesca y a ratos escalofriante se han tomado la molestia de leerla, o releerla, antes de hacerlo. Porque España invertebrada era lo que es, y sostenía lo que sostiene, desde su publicación en 1922: una trepidante sucesión de ocurrencias que, o bien reitera una historia castellanista de España una y mil veces contada, o bien improvisa una explicación del pasado peninsular desde premisas concomitantes con algunas de las más siniestras ideologías de los siglos XIX y XX, y que quedan apenas disimuladas por la sobreabundancia de metáforas tomadas del campo semántico de la ciencia experimental.

El recurso a este género de metáforas, a éste y no a otro, no es irrelevante. Con España invertebrada, Ortega no pretende redactar un breviario de historia ni tampoco un ensayo sobre el pasado peninsular como tantos que proliferaron tras el Desastre de 1898. Antes al contrario, lo que se propone es presentar los “pensamientos históricos” desgranados a lo largo de sus páginas como frutos de una novedosa “ciencia histórica” que consiste simplemente en eso, en recurrir a términos y expresiones de la ciencia experimental como metáfora. Así que, después de diagnosticar a España una “embriogénesis defectuosa por caquexia del feudalismo” causada por la mala calidad de los pueblos germánicos que le tocaron en suerte —esos visigodos que, “ebrios de romanismo” llegaron “dando tumbos” al “último rincón de Europa”—, Ortega impone a los historiadores la inaplazable tarea de “fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de las masas con sus minorías selectas se desarrolla”, a fin de “definir el carácter de una nación o de una época”. Por descontado, él, Ortega, conoce de antemano lo que los historiadores encontrarán después de despejar las incógnitas de la “ecuación peculiar”: “la fórmula” de donde extraer la “clave secreta para sorprender las más recónditas palpitaciones de aquel cuerpo histórico”. A qué pueda referirse Ortega con “ecuación peculiar”, “clave secreta”, “recónditas palpitaciones” o “cuerpo histórico” queda a la imaginación del lector.

Esta retórica pseudocientífica en la que se envuelve Ortega para no aclarar nada sugiriendo, sin embargo, que está iluminando un pasado de siglos, puede seguir resultando cómica, como en el caso de la “embriogénesis defectuosa”, cuando, en otro pasaje de España invertebrada, convierte la ley de gravitación universal en una ley de gravitación espiritual, por la que los “dóciles” —esto es, la masa— deben seguir por la senda de la “ruta histórica” a quien, como el Hamelin de la flauta, pertenece a la minoría selecta, denominado “ejemplar”. Otro tanto sucede con la transformación del teorema físico de Arquímedes en teorema social, de acuerdo con el cual, y siempre según Ortega, la jerarquía entre grupos humanos se establecería a semejanza de la flotación de los cuerpos sólidos sumergidos en un líquido, gracias a una misteriosa “densidad vital” que colocaría a cada uno espontáneamente en su lugar. No obstante, el margen para el humor comienza a estrecharse cuando, sin dejar de remedar el lenguaje científico mediante metáforas inspiradas en la ciencia experimental, Ortega decide comparar la sociedad con un organismo vivo y, a partir de esta premisa, el fenómeno de la guerra con “estímulos vitales” necesarios para que, afirma, el “cuerpo histórico” no se atrofie. Como sostendrá en un texto posterior, escrito a instancias de los agentes de Franco en Londres para contrarrestar el apoyo de Einstein a la República española, e incluido luego en La rebelión de las masas, “la guerra es una genial técnica de vida y para la vida”.

En esta misma línea, y sin dejar ya margen alguno para el humor, Ortega justificará el sistema de castas asegurando que responde a verdades esenciales de la existencia humana, por lo que, a su juicio, carece de sentido la repugnancia del hombre europeo hacia él. Toda sociedad, sostiene Ortega, posee una “contextura esencial” que se corresponde con el sistema de castas, de la misma forma que “el hombre tiene cabeza y pies; la Tierra, Norte y Sur; la pirámide, cúspide y base”. La única diferencia entre las sociedades que reconocen abiertamente estar organizadas en torno a este principio y las europeas es que, en las europeas, las castas se disimulan tras un “principio mágico” perpetuado por la “herencia sanguínea”. Basta conocer someramente una sociedad que, como la india, se organizó tradicionalmente en torno a un principio que Ortega considera emanado del orden natural de las cosas para advertir hasta qué punto habla, no desde el conocimiento, sino desde la discriminación esencial entre individuos que subyace a su teoría de las élites. Una teoría que, por lo demás, en Italia se considera fundamento del fascismo, formulada por Mosca y Pareto, y, en España, del liberalismo, dando por supuesto que Ortega era un liberal.

En cualquier caso, el punto donde la posibilidad de abordar España invertebrada desde el humor desaparece por completo y deja paso al estupor se encuentra en el pasaje que incluye una de las frases más citadas de la obra, concretamente aquélla en la que Ortega define el concepto de nación como un “sugerente proyecto de vida en común”. De haberlo dejado aquí, estaríamos ante una de esas enfáticas simplezas que no resuelven los problemas sino que los desplazan de lugar. Así, si a la pregunta de qué es una nación se responde diciendo que un sugerente proyecto de vida en común, el problema que queda sin resolver es qué proyecto en concreto. ¿O es que cualquier proyecto es capaz de fundar una nación con sólo ser común y sugerente? Ortega, por descontado, no lo aclara, aunque sí señala la figura que España debería tomar como modelo para ejecutarlo y alcanzar, al fin, la vertebración: Cecil Rhodes, el fundador del apartheid. Y tal vez para dejar constancia de que la mención a Cecil Rhodes no es a humo de pajas, Ortega resume la terapia que propone su novedosa “ciencia histórica” para la vertebración de España declarando insuficientes las “medidas políticas” y proclamando, acto seguido, la necesidad de una “purificación y mejoramiento étnicos” que produzca, a su vez, el “mejoramiento de la raza”.

Estas ideas y otras de semejante índole son las que Ortega desarrolla en España invertebrada, acompañándolas de una jerga de particularismos y ausencias de los mejores que ha hecho indiscutible fortuna en el discurso público español. Hace cien años estas ideas no eran distintas ni mejores de lo que son ahora, por lo que carece de cualquier justificación, salvo la pereza o la ignorancia, haber consagrado esta obra como faro y guía de la transición de la dictadura a la democracia en España, a fuerza de repetir a ciegas citas sacadas de contexto, esos ortegajos de los que habló Rafael Sánchez Ferlosio. La Transición fue posible, precisamente, por buscar inspiración en las ideas contrarias a las que defendía Ortega en 1922. Esto es, porque, por una vez en una larga historia de esperanzas liberales frustradas, la actitud ideológica que inspiró España invertebrada fue inequívocamente derrotada.

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