De Flaubert o cómo seducir al euroescéptico francés
Hará falta un prodigio de imaginación para hallar políticas y narrativas que disuelvan el recelo hacia la UE incrustado en la sociedad francesa
Francia celebra este domingo la primera vuelta de las elecciones legislativas y todo apunta a que el voto retratará, de nuevo, un país muy euroescéptico. Es posible que, gracias a la distorsión que produce el sistema electoral galo, ...
Francia celebra este domingo la primera vuelta de las elecciones legislativas y todo apunta a que el voto retratará, de nuevo, un país muy euroescéptico. Es posible que, gracias a la distorsión que produce el sistema electoral galo, la agrupación europeísta del presidente Macron acabe logrando la mayoría. Pero la verdad es otra y conviene no olvidarla.
Solo un 32% de los franceses tiende a confiar en la UE, según el último Eurobarómetro, frente al 47% de media en el conjunto de la Unión. La suma de formaciones más o menos euroescépticas resultará muy mayoritaria. Los sondeos otorgan, en un empate técnico con la formación de Macron, un 28% a la agrupación de Mélenchon —cuyo programa presidencial defendía incumplir los tratados cuando no convienen—, un 20% a Le Pen y un 6% a Zemmour. Los conservadores tradicionales —Los Republicanos, con un 11% de intención de voto— no son formalmente euroescépticos, pero han quedado muy contaminados por ese ideario y varios de sus candidatos a la presidencia prometieron referendos para afirmar la primacía del derecho francés sobre el comunitario, un torpedo en la línea de flotación del proyecto común. Francia, país fundador y elemento clave, junto a Alemania, de la UE, registra desde hace tiempo un amplio recelo hacia la misma. Es el país del gran no a la Constitución Europea en el referéndum de 2005, y sigue de uñas.
El euroescepticismo se registra en gran medida en las clases trabajadoras, entre los parados, entre los ciudadanos con menos estudios. Pero no se trata de un bloque monolítico de rechazo frontal. Una parte es auténtica fobia; otra es un sentimiento más difuso. Todo se cuece en un caldo de disgusto ante el capitalismo, la globalización, varias ideas liberales, y también está hecho del apego a valores asociados a la nación. Para que la UE dé el salto adelante que necesita, resulta fundamental un mayor grado de consenso en ese país clave, reconquistar —diría Zemmour— a los del segmento difuso.
Disolver estos nudos requiere un poderoso mix de políticas y narrativas. Ha habido algo de ambas en los años pasados, por ejemplo con los fondos europeos y con el concepto de la “Europa que protege” izado por Macron. Pero hará falta bastante más para hacer vibrar el europeísmo en Francia. Hará falta un prodigio de imaginación para trazar un camino que sortee todas las minas y sea viable, que no pise tabúes y haga sentir. La racionalidad, la didáctica, lo explícito no bastan o no sirven. La contraparte nacionalista evoca sentimientos de forma brutal. Habrá que descabezar esa Medusa petrificadora con un ingenio sutil que evoque, de otra manera, otros sentimientos.
Gustave Flaubert logró escribir uno de los pasajes más sensuales de la historia de la literatura sin describir ninguna relación íntima y sin ni siquiera mencionar ninguna parte del cuerpo humano. Emma Bovary y Léon, encendidos por una profunda atracción recíproca, se suben a un coche de caballos en Ruán. El narrador, por lo general omnisciente, da un paso atrás. Y nos quedamos todos suspendidos fuera del carruaje con las cortinas bajadas, siguiendo desde el exterior sus vueltas infinitas por las calles de la ciudad mientras los lugareños observan atónitos el aparentemente inexplicable ir y venir del vehículo. Quienquiera tenga al menos una gota de sangre en las venas vuela alto imaginando la culminación de la atracción que hubo de florecer dentro de ese coche, detrás de esas cortinas. De esa prodigiosa manera, el maestro esquivó las limitaciones de la moral y la censura contemporáneas —por la que sufrió un juicio— y alcanzó su objetivo de hacernos vibrar con el erotismo, uno de los aspectos esenciales de la vida, que él quería retratar entera en su obra maestra.
Hará falta un equivalente político de la genialidad flaubertiana para esquivar las minas y los tabúes de la moral imperante y lograr tocar la cuerda que resuene. Habrá que pensar también fuera del binario ordinario de las políticas clásicas —¿cuánto europeísmo ha construido el Erasmus?—. Cuánto se echan de menos, cuánto vendrían bien, la potencia y la elegancia de la imaginación excelsa del maestro Gustave, la irreductible búsqueda y hallazgo infalible de la palabra exacta que construye mundos, en este tiempo inundado por la exhibición burda, por palabras que se escurren inútiles entre los dedos, por una rapidez apisonadora que engendra tantas vidas y pensamientos superficiales, por una incapacidad de hallar caminos impensados para sortear los bloqueos de la vida.