Mujer con los ojos vacíos

Me protejo en la pintura. Me aíslo del mundo agarrada a ella. No importa cuáles sean las normas

Elizabeth Catlett, 'Head' (1947).

Hace 15 años forré con plástico las paredes y el suelo de una cocina que inutilicé durante seis meses. En lugar de oler a cocido o a tortita, la cocina olía a aguarrás, los botes de pintura sustituyeron a los de especias, y las telas y bastidores echaron de la habitación la única mesa que encontramos al llegar a la casa. La luz que entraba por las ventanas era metálica, y yo pintaba viendo caer la nieve que teñía de blanco los tejados del vecindario. Pasaba muchas horas en aquella cocina y muchas otras buscando instantáneas viejas que después trasladaba al lienzo haciendo desaparecer del todo ...

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Hace 15 años forré con plástico las paredes y el suelo de una cocina que inutilicé durante seis meses. En lugar de oler a cocido o a tortita, la cocina olía a aguarrás, los botes de pintura sustituyeron a los de especias, y las telas y bastidores echaron de la habitación la única mesa que encontramos al llegar a la casa. La luz que entraba por las ventanas era metálica, y yo pintaba viendo caer la nieve que teñía de blanco los tejados del vecindario. Pasaba muchas horas en aquella cocina y muchas otras buscando instantáneas viejas que después trasladaba al lienzo haciendo desaparecer del todo a las personas fotografiadas: copiaba los arrastrados que Gerhard Richter resolvía magistralmente en sus pinturas, y las bocas y ojos de mis personajes se fundían con los fondos. Recorría Brooklyn y Manhattan para entrar en cada flea market que apareciera a mi paso con varios guantes de látex en el bolso, y solía reencontrarme con las personas de mis pinturas, en celebraciones, sonrientes, mientras el paso del tiempo les arrugaba la piel y encorvaba sus figuras.

Ayer fui a la tienda donde encontré gran parte de aquellas fotografías. Había algunas pegadas a la pared muy cerca del techo. ¿Todavía vendéis fotos antiguas?, pregunté. ¿Vendíamos fotos antiguas?, respondió la dependienta. 15 años atrás, apuntó mi marido. La dependienta soltó una carcajada. La dependienta debe tener la edad que yo tenía cuando me dedicaba a enfundar los deditos en látex blanco para hurgar en vidas ajenas.

Es la segunda vez que estoy en Nueva York. La primera vez llegué después de devorar las novelas de Paul Auster y de inmediato sentí que esta ciudad es un gran monstruo ciego que podría destrozar a cualquiera con sus dientes afilados en un abrir y cerrar de ojos. Caminando por Brooklyn supe de la muerte de Pinochet. En Manhattan vi por primera vez algunas de las piezas de Gerhard Richter, quedé impactada con los retratos de Andreas Baader y Ulrike Meinhof. Una noche acabé en casa de una pareja que tenía un gato que se llamaba como el rey emérito, el animal se escondía por los rincones mientras ellos rapeaban de pie en una habitación minúscula y sin ventanas, delante del sofá de escay en el que me invitaron a sentarme nada más llegar.

Yo intentaba pintarlo todo. Seis meses más tarde volví a Valencia con las telas enrolladas, dejando los bastidores abandonados en aquella cocina donde parecía que fuera a cometerse un asesinato. Hui abrazada a un largo y grueso tubo de tejido de algodón imprimado lleno de pintura seca.

Viví unos meses en Nueva York, pero nunca hablo de ello, si he vuelto ha sido con motivo del Festival LEM. Esta vez la atracción era la posibilidad de ver en directo la obra de Helen Frankenthaler, Hilma af Klint, Mary Cassat o Alice Neel. Ayer estuve un rato embobada viendo una cabeza en terracota de una mujer negra con las cuencas de los ojos vacías, una obra oscura de gran ligereza formal modelada por Elizabeth Catlett, quien politizaba su trabajo al tomar como referente a la gente de la calle. Saco mi diario de viaje y dibujo a la mujer con los ojos vacíos. Más tarde pinto en directo en el festival. Esta vez no he tenido que forrar con plástico el suelo ni las paredes de ninguna cocina. Mi búsqueda tampoco es la misma, ahora intento entender los procesos y soy capaz de compartir aquello que me inquieta. En el escenario puede pasar cualquier cosa: que la mancha no fluya, que el cúter corte carne en lugar de papel, que se acabe la batería de la cámara que proyecta mi trabajo en una pantalla. Me maravillo con lo abstracto del hallazgo y no espero que el público lo haga conmigo, pero la emoción nos conecta y sé que no hace falta ser complaciente para que eso suceda. Me protejo en la pintura. Me aíslo del mundo agarrada a ella. No importa cuáles sean las normas, escribe Alice Neel: “Cuando una pinta crea su propio mundo”. El arte son dos cosas, dice: “La búsqueda de un camino y la búsqueda de la libertad”. La libertad juega al escondite y es escurridiza.

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