Llena de ideales y vacía de realidad

Nuestro mundo infantilizado se enfrenta a retos propios de la vida adulta. Y crecer, en el mejor de los casos, duele. Y en el peor, no se consigue

Unos niños jugaban el día 14 con burbujas de jabón en el centro de Lviv.Europa Press

Estoy a punto de cumplir 43 años y el árbol que hay frente a mi ventana vuelve a tener brotes verdes, impasible y hermoso como la primavera. Un sábado por la mañana voy al mercado, la alegría colorida de las frutas sigue en su lugar y todo el mundo por la calle camina con la determinación de quien sabe dónde va. Parece que nada hubiera cambiado y, sin embargo, las cosas son distintas. Desde hace algún tiempo, la vida ya no me sabe tan bien, las frutas ya no huelen tan bien. La risa de mis amigos no es tan perfecta como antes y la belleza lleva puesto un finísimo velo gris sobre la frente. En a...

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Estoy a punto de cumplir 43 años y el árbol que hay frente a mi ventana vuelve a tener brotes verdes, impasible y hermoso como la primavera. Un sábado por la mañana voy al mercado, la alegría colorida de las frutas sigue en su lugar y todo el mundo por la calle camina con la determinación de quien sabe dónde va. Parece que nada hubiera cambiado y, sin embargo, las cosas son distintas. Desde hace algún tiempo, la vida ya no me sabe tan bien, las frutas ya no huelen tan bien. La risa de mis amigos no es tan perfecta como antes y la belleza lleva puesto un finísimo velo gris sobre la frente. En algún momento pensé que la culpa era de la pandemia, de la guerra en Ucrania, de la lluvia de barro, de la falta de leche en los estantes… Después creí que podría ser todo culpa mía, la crisis de la mediana edad o algo así. Pero la otra noche, un cuento de Sherwood Anderson escrito hace más de 100 años me hizo comprender lo que está pasando: nuestro mundo infantilizado se enfrenta a retos propios de la vida adulta. Y crecer, en el mejor de los casos, duele. Y en el peor, no se consigue.

El cuento de Anderson se titula Quiero saber por qué y habla de ese preciso momento en la vida en que la inocencia termina y la vida empieza a doler. En el relato, un chaval de Kentucky se escapa con sus colegas para ver las carreras de caballos y contemplar la belleza de los purasangres. El muchacho, además de contemplar la grandeza de estos animales, observa el trabajo del entrenador que más admira. Y cuando la carrera termina, sigue a su ídolo, por el simple deseo de seguir los pasos del mejor… Y así puede ver cómo su modelo a seguir entra en un prostíbulo. Y a partir de ese momento el mundo se le viene abajo, porque el hombre que encarna sus ideales personifica, al mismo tiempo, la bajeza moral. El protagonista termina el relato con una pregunta: “Quiero sabe por qué”. Y la respuesta es que el mal, como el fracaso, forma parte del mundo y de la vida. Y que hacernos mayores consiste precisamente en aceptarlo. Gracias a Anderson comprendo que gran parte de mi tristeza se debe a que yo misma he aprendido a vivir llena de ideales y vaciada de realidad, tan pueril como el mundo que me rodea.

Que nuestra cultura está infantilizada se nota en que todo son ideales a nuestro alrededor. La democracia se comporta como un ideal y es ideal, lo mismo que la globalización o el amor —que se sigue construyendo sobre ideales tan románticos como dañinos—, incluso el capitalismo nos sigue pareciendo el mejor de los sistemas posibles. Que el mercado no funcione y que se rompa cada dos por tres, no modifica su naturaleza ideal. Igual que la educación podría reventar de fracaso escolar sin afectar a la imagen benéfica y superlativa que tenemos de ella. O la sanidad pública, asfixiada por la utopía que la mantiene eternamente precaria. Y así vivimos, vaciados de realidad y cada día más tristes e irresponsables, igual que los niños mimados. La negación infantil es tan grande que se ha convertido en tendencia. Y así hemos conocido a los negacionistas del clima, de la pandemia y muy recientemente de la huelga de transporte. Se empieza negando que la vida cambia, después se niegan las catástrofes y un día Putin niega la existencia de Ucrania. Los ideales también los carga el diablo.

La solución es cualquier cosa menos fácil. Para mí, una de las cosas más difíciles en la vida ha sido tener que crecer. Porque durante mucho tiempo he vivido con ideales de mí misma. Ideales sobre mi país, mi familia, mis amigos, mi pareja, mis ideas o mi obra literaria. Es muy normal en nuestro mundo tener un ideal para cada cosa. Y supongo que son necesarios algunas veces. Por ejemplo, así es como superamos la adolescencia, con una gran consideración sobre nosotros mismos. Solo de ese modo soportamos los obstáculos y los horrores: el desamor, la indiferencia, los suspensos, la pobreza de recursos vitales, las metamorfosis del cuerpo… Pero hay un momento en que te das cuenta de que el ideal de ti misma —o de tu partido, de tu pareja, de tu novela…— te aleja de la realidad. Y entonces empiezas a verte tal como eres. Al principio es trágico: no has triunfado, no has conseguido todo lo que querías y tu trayectoria está jalonada de grandes o pequeños fracasos. Porque cualquier vida —o país o trabajo o partido político…— es una sucesión de fracasos íntimos donde muchas cosas que pudieron salir bien, salieron mal. Pero después de una primera fase de pánico, puede comenzar una fase de descubrimiento de lo que verdaderamente es la vida humana, cargada de errores y defectos, plena de daño y fragilidad. Este segundo momento es un momento de amor. De amor profundo en lo bueno y en lo malo. Lo último también lo he entendido gracias a Anderson.

He leído varias veces su relato hasta comprender que el final no es triste sino amoroso, pues permite al personaje tratar con la vida tal como es. La literatura tiene esa cualidad: nos permite tratar con la vida. Justo lo contrario que la política, empeñada últimamente —en uno y otro bando— en someter toda realidad al imperio del ideal, traducido en proclamas publicitarias, mentiras agradables, información dosificada, vagas esperanzas y retratos de photocall. Hasta que la realidad se queda tan en los huesos que no sirve ni para hacer caldo. Pero hace dogma. Un dogma endurecido por la negación de la experiencia y de los hechos. Cuando eso pasa, el ideal no es ya un cristal por el que se ve el mundo, sino la pantalla donde se proyectan películas para niños que nunca crecerán. Entonces, más vale darse la vuelta, mirar más allá de los focos y los intérpretes y confiar en que no sea demasiado tarde para crecer. Yo espero que no lo sea para mí.

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