¿Un tribunal para Putin?

No sabemos cuándo ni cómo acabará esta brutal agresión a Ucrania, aunque intuimos que después de ella vendrán otras. Los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad no son las únicas figuras por las que puede ser investigado y condenado el presidente ruso

EULOGIA MERLE

En el otoño de 2010, el abogado Philippe Sands llegó a la ciudad de Lviv, cuyo nombre hoy nos resulta tristemente cotidiano, para dar una conferencia sobre dos asuntos en los cuales es uno de los mayores expertos del mundo: las figuras legales del genocidio y los crímenes contra la humanidad. En su vida de jurista, Sands había sido parte actuante en una lista larga de juicios internacionales donde estas figuras no son teoría muerta, sino la única manera de juzgar episodio...

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En el otoño de 2010, el abogado Philippe Sands llegó a la ciudad de Lviv, cuyo nombre hoy nos resulta tristemente cotidiano, para dar una conferencia sobre dos asuntos en los cuales es uno de los mayores expertos del mundo: las figuras legales del genocidio y los crímenes contra la humanidad. En su vida de jurista, Sands había sido parte actuante en una lista larga de juicios internacionales donde estas figuras no son teoría muerta, sino la única manera de juzgar episodios inverosímiles de crueldad humana, y por su escritorio habían pasado los horrores de Ruanda y las torturas de Guantánamo, y también el caso de Augusto Pinochet, y también el de Milosevic y Srebrenica. Como académico, por otra parte, Sands llevaba ya varios años estudiando la historia de aquellas figuras, y se había encontrado con esta coincidencia inverosímil: los dos inventores de los términos y de su contenido, el profesor Hersch Lauterpacht y el fiscal polaco Raphael Lemkin, habían hecho sus estudios en esta misma ciudad extraviada en el centro de Europa.

Pero Lviv, que en otros tiempos se llamó Lemberg o Lvov y que nuestra lengua española llama a veces Leópolis, tenía un interés añadido para Sands. Allí había nacido su abuelo, Leon Bucholz, en los tiempos en que la ciudad pertenecía al imperio austrohúngaro, y de allí había escapado ese abuelo en septiembre de 1914, con 10 años de edad, cuando la ciudad fue ocupada por las fuerzas armadas de Rusia. En Lviv, Sands visitó la casa donde había vivido ese abuelo remoto; también se enteró de la suerte de los demás familiares del abuelo, los que no huyeron de los rusos. En 1942, un tal Hans Frank, antiguo abogado de Hitler y luego gobernador general de la Polonia ocupada, dio el discurso en que anunciaba o desataba la aplicación de la Solución Final, y que acabó con el exterminio en los campos de concentración de unos 150.000 judíos de Lemberg: entre ellos, unos ochenta familiares de Leon Bucholz y de Philippe Sands.

Todo esto lo cuenta Sands en un libro hermoso, Calle Este-Oeste, que es al mismo tiempo una investigación en el pasado familiar, una historia fascinante de los juicios de Núremberg (y de su importancia para el orden mundial tal como lo conocemos, o quizás hay que decir lo conocíamos) y una exploración de esa ciudad pequeña, con sus varios nombres y su destino singular, donde se cruzaron los grandes caminos del siglo XX. Pues bien, lo que contiene ese libro, de sus espacios físicos a sus reflexiones sobre el derecho internacional, ha cobrado una actualidad dolorosa tras la invasión rusa de Ucrania, no sólo porque la ciudad de Lviv aparece en las noticias diariamente —de su estación salen los trenes cargados de refugiados hacia la frontera con Polonia, igual que en 1914—, sino porque los términos legales de genocidio y crímenes contra la humanidad han vuelto a ocupar el centro de la conciencia europea.

Pensando en esto, le escribí a Sands para hacerle una pregunta que me agobiaba. Lo conozco desde hace casi diez años; hemos compartido conversaciones públicas y, para mi gran provecho, varias privadas también, y más de una vez me he beneficiado de sus conocimientos, pero sobre de la lucidez que le ha quedado después de juzgar las caras más siniestras de nuestra humanidad. El asunto es el siguiente: la semana pasada, después de los bombardeos a hospitales y escuelas, de los civiles muertos que se cuentan por los miles y que incluyen niños y ancianos, de los corredores humanitarios falsamente abiertos o abiertos para después atacarlos, fue evidente para todo el mundo (salvo para los países cómplices o los individuos aquejados de una terrible miopía moral) que la invasión de Putin ya es culpable de crímenes de guerra. ¿Pero era posible que se hubieran configurado crímenes contra la humanidad? ¿Y cómo juzgarlos? El problema es que esos crímenes son de difícil prueba, me explicó Sands, pues siempre es necesario demostrar el vínculo directo entre el acto y el presunto autor. “Pueden ser más fáciles de probar en el caso de los oficiales sobre el terreno”, me dijo, “o de soldados individuales, pero para demostrar la responsabilidad de los altos mandos habría que demostrar que los actos están planificados o son imprudentes”.

Pero hay otra opción. A finales de febrero, Sands publicó un artículo en el Financial Times que sacudió la conversación política en el Reino Unido y luego en Europa (fue oportunamente recogido por EL PAÍS). Allí decía que, tras el ataque contra Ucrania, “el más grave desafío al orden internacional posterior a 1945, que se basa en la idea de un Estado de derecho y los principios de autodeterminación de todos los pueblos y la prohibición del uso de la fuerza”, las sanciones económicas son insuficientes. Tres instituciones internacionales —la Corte Penal Internacional, la Corte Internacional de Justicia y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos— han comenzado ya a conocer el caso ucraniano, pero su trasegar es lento y la posibilidad de probar la responsabilidad de los altos mandos suele ser un objetivo escurridizo. Para Sands, sin embargo, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad no son las únicas figuras por las que puede investigarse y condenarse a Putin. “El uso de la fuerza militar por parte de Putin”, escribe, “es un crimen de agresión, una guerra ilegal, un concepto que se creó en Núremberg como ‘crímenes contra la paz”. Y termina: “¿Por qué no crear un tribunal penal internacional dedicado a investigar a Putin y sus acólitos por este crimen?”

En cuestión de días la propuesta se ha convertido en una declaración formal dirigida a los gobiernos del mundo, un llamado público a la creación de ese tribunal, y ha recibido la firma —entre otras autoridades— de jueces distinguidos en el ámbito del derecho internacional, académicos e intelectuales de tres continentes, un presidente del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, un fiscal del tribunal militar de Núremberg y Gordon Brown, el antiguo primer ministro británico. Permítanme aquí una cita extensa:

“El Tribunal Especial para el Castigo del Crimen de Agresión contra Ucrania puede crearse con rapidez. Durante la Segunda Guerra Mundial, las naciones se reunieron en Londres en 1942 para redactar una resolución sobre los crímenes de guerra alemanes, que condujo, al final del conflicto, a la creación de un Tribunal Militar Internacional y a los juicios de Núremberg. Para ayudar a rechazar los atroces intentos del presidente Putin de destruir la paz en Europa, ha llegado el momento de crear dicho tribunal especial. Al hacerlo, actuamos en solidaridad con Ucrania y su pueblo, y señalamos nuestra determinación de que el crimen de agresión no será tolerado”.

No sabemos cuándo acabará esta brutal agresión, ni cómo, pero los más realistas intuimos que después de ella vendrán otras: igual que ésta viene después de Crimea, de Georgia, de Chechenia. Y no hay muchas lecciones que nuestra falibilidad humana haya aprendido después de la catástrofe de 1939-1945, pero una de ellas tiene que ser la inutilidad de aplacar a los tiranos, o más bien la utilidad profunda de que sus crímenes más intolerables no sean condenados solamente por la opinión pública.

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