Testigo de excepción
El chavismo-madurismo, engendro de golpistas antidemocráticos, no ha sabido nunca cómo apropiarse de una fecha tan importante para la historia venezolana como lo es el 23 de enero
“Una emoción colectiva puede no ser innoble”, escribió Jorge Luis Borges, quien se decía escéptico en política, el 25 de agosto de 1944, fecha de la liberación de París.
Emociones comparables, efusiones del júbilo y fe en el futuro coparon en muchas ocasiones las calles de una cuantas ciudades latinoamericanas durante el siglo XX. Yo era un niño cuando Caracas enloqueció a la huída del general Pérez Jiménez, el tirano ruín y cobarde que ensangrentó y expolió Venezuela durante los años cincuenta.
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“Una emoción colectiva puede no ser innoble”, escribió Jorge Luis Borges, quien se decía escéptico en política, el 25 de agosto de 1944, fecha de la liberación de París.
Emociones comparables, efusiones del júbilo y fe en el futuro coparon en muchas ocasiones las calles de una cuantas ciudades latinoamericanas durante el siglo XX. Yo era un niño cuando Caracas enloqueció a la huída del general Pérez Jiménez, el tirano ruín y cobarde que ensangrentó y expolió Venezuela durante los años cincuenta.
El 23 de enero pasado se cumplieron 64 años del vuelo del Douglas C-54 que, en alta madrugada, llevó al infame y su retinue de malandros uniformados a buscar refugio en Santo Domingo. Gabriel García Márquez, por entonces reportero en Caracas, escribió crónicas insuperables de los días aurorales de nuestra democracia, tan vilipendiada luego y hoy aparentemente perdida para siempre.
El chavismo-madurismo, engendro de golpistas antidemocráticos, no ha sabido nunca cómo apropiarse de la efeméride. Y a decir verdad, últimamente, la oposición venezolana tampoco.
Ciertamente, aquellos acontecimientos lucen hoy lejanos, sin nada emocionante y de provecho que decirle a los jóvenes que, dentro y fuera del país, padecen hoy la tragedia que ha llevado al destierro a siete millones de compatriotas. A mí me servirán para comentar un libro que recomendaría como lectura complementaria en cualquier plan de estudios de ciencia política.
Lo escribió, ya en su vejez, un político venezolano, antiguo parlamentario en la república que nació en 1958 y que, en su juventud, fue un valiente y abnegado luchador contra la dictadura de Pérez Jiménez. Su nombre no es recordado hoy día y no reclama párrafo alguno en el diccionario de historia venezolana de la Fundación Polar. Se llamó Jorge Dáger, su ancestro era libanés y nació en Guárico, el corazón de Venezuela.
Su relato comienza un amanecer de octubre de 1952. Dáger contempla, estupefacto e indignado, el charco de sangre que ha dejado el asesinato, ocurrido hace solo unas horas y a manos de la policía política de la dictadura, del doctor Leonardo Ruíz Pineda, secretario general del partido Acción Democrática (AD), la formación socialdemócrata que fundó Rómulo Bentacourt en 1941. Una camarilla militar derrocó, en 1948, al presidente constitucional Rómulo Gallegos e instauró una dictadura sanguinaria y rapaz.
Ruíz Pineda era un conspirador sumamente astuto y había asumido la conducción clandestina de la resistencia a la dictadura militar. Su don de liderazgo y sus contactos entre la joven oficialidad del ejército impusieron una errada política de “pronto regreso” que solo llevó a fracasadas intentonas militares y acciones armadas sin esperanza de éxito, realizadas por valerosos militantes civiles.
Muerto Ruíz Pineda, la resistencia siguió agotándose en acciones violentas que buscaban relanzar la estrategia de “AD volverá” pronto. El relato de Dáger, escrito muchos años después de los acontecimientos, alcanza su momento cumbre en la descabellada acción que buscaba secuestrar en masa a la junta militar y un grupo de sus ministros.
La ocasión es la inauguración de una gran sala de exhibición y venta de vehículos, muy cerca de la Ciudad Universitaria. Los jóvenes resistentes, entre quienes se cuenta Dáger, planean tomar por asalto la sala durante la ceremonia. Ninguno, sin embargo, se ha detenido a pensar qué harán una vez que logren someter a la junta y sus socios. Para ello deben primero imponerse a todo un regimiento de escoltas militares.
Mientras repasan las fases de la acción, pocas horas antes de la ceremonia, cada uno de los conjurados cobra conciencia de cuán descabellado es todo aquello y de cuán sangriento puede ser el desenlace. Pero el machista miedo a arrugar en la inminencia de lo que saben que será una matanza los hace callar. Ya rastrillan los cerrojos de sus insuficientes armas y se aprestan a abordar sus vehículos cuando una joven, respetada por todos por su arrojo en acciones anteriores, los detiene y con homérica elocuencia los disuade de seguir adelante con aquella locura.
A partir de ese momento, Dáger narra cómo crece entre los jóvenes de la resistencia la necesidad de ganar “aliados políticos, no adeptos a una logia de suicidas”. Las acciones de protesta y propaganda relámpago que coordinan entonces con la Juventud Comunista son solo el comienzo de la lenta, apostólica tarea de captación de gente de toda condición: dependientes de comercio, liceístas, profesionales liberales, trabajadores de la construcción, sindicalistas del petróleo, maestras de escuela.
La “mala junta” con los jóvenes comunistas es desaprobada por la dirigencia en el exilio, incluyendo al propio Betancourt, pero la lógica de la camaradería sobre el terreno acaba imponiéndose. Esa disposición a la concordia entre los factores descontentos con el régimen y el modo paulatino en que, partiendo de la general desolación, estos jóvenes hacen crecer el ánimo colectivo dispuesto a reconquistar la democracia brinda las viñetas más inspiradoras de Testigo de excepción: en la resistencia 1948-1955 (Centauro, Caracas, 1979).
Son “rodajas de vida” de activistas anónimos, recuperadas con elegancia y sabiduría por un demócrata venezolano que en 1952, igual que hoy muchos otros jóvenes venezolanos, llegó a pensar que todo estaba ya irremisiblemente perdido.
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