Mientras escribo

Hace no mucho caminaba con Ingeborg Bachmann por los alrededores de una ciudad austríaca buscando un lago, y ayer pude volver a hacerlo con Kristof, con Walser, con Woolf, mientras mis manos amasaban barro

'One', de Michael Borrëmans (2003).

La autobiografía de la húngara Agota Kristof que publicó Alphadecay apenas llega a las 60 páginas y las 20 primeras las ocupa el prólogo. Llegué a ella con su novela Claus y Lucas, que leí con devoción y me transformó de inmediato en ferviente kristofiana. La analfabeta es un libro...

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La autobiografía de la húngara Agota Kristof que publicó Alphadecay apenas llega a las 60 páginas y las 20 primeras las ocupa el prólogo. Llegué a ella con su novela Claus y Lucas, que leí con devoción y me transformó de inmediato en ferviente kristofiana. La analfabeta es un libro fino en exceso que debe estar perdiéndose continuamente en cualquier biblioteca que se precie de tenerlo. Ella misma lo dice: escribe lo justo, sin relleno, sin grasa. Me he levantado varias veces de la silla para buscarlo. “Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos. En mi cajón, tengo una hoja de papel y un lápiz. Cuando el poema toma forma, lo anoto. Por la noche, lo paso a limpio en una libreta”. He recorrido las tres librerías con ojos y dedo, y cada vez que he vuelto a la silla con las manos vacías he lamentado habérmelo llevado a casa. Me gusta convivir con los libros con los que trabajo, y el trayecto que une mi casa y mi taller suelo recorrerlo con alguno de ellos en la mochila. Buscaba el fino libro porque anoche supe que dos entregas se adelantaban temerariamente, y me vi —salvando las distancias— como se muestra ella en su autobiografía: con el cuerpo abandonado a una labor mientras la mente cuenta palabras, construye estructuras, arma argumentos y llega a conclusiones más o menos certeras.

La diferencia primera entre ella y yo es el talento, la segunda, el privilegio: mi cuerpo no está en una fábrica sino en un taller construido a mi gusto y según mis necesidades, y mi acción física no es rudimentaria ni obligatoria, sino —la mayoría de las veces— placentera o —en el caso de que no lo sea— interesante de algún modo, ya que —como anoche— puedo estar estampando un aguafuerte o moldeando una pieza de barro al tiempo que escribo.

Mientras amasaba y estiraba el barro decidiendo cómo sería la base de mi pieza y de qué manera levantaría las paredes, pensaba anoche en ese fragmento de texto, en todas las maneras que hay de escribir, en la importancia del tiempo destinado a la estructura sobre la que se sostendrá la obra. Iba mentalmente de la fábrica a casa y me vino a la cabeza el suizo Robert Walser. Empecé a caminar con él. Justo hace dos días tomé prestado El paseo, quería un libro corto que me entretuviera mientras esperaba que el tinte hiciera su trabajo en mi cabeza. Paseando con Walser transformaba con la mirada un paisaje industrial y austero en un bello bosque, y entraba con él en una librería. Preguntaba por el libro más vendido, lo tomaba en las manos y me divertía escuchando lo irreverente de las palabras del suizo. Escribir también es caminar.

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Virginia Woolf va de A a B a comprar un lápiz y vuelve a A para seguir escribiendo. “Nadie, quizá, haya sentido nunca pasión por un lápiz. Pero hay circunstancias en las que su posesión puede llegar a ser algo en extremo deseable. Momentos en los que estamos resueltamente dispuestos a encontrar un objeto, excusa para recorrernos media ciudad de Londres entre la hora del té y la de la cena”. Su aventura londinense es un canto de amor al grafito y a la palabra.

Es curioso cómo las lecturas se enredan entre ellas. Hace no mucho caminaba con Ingeborg Bachmann por los alrededores de una ciudad austríaca buscando un lago, y ayer pude volver a hacerlo con Kristof, con Walser, con Woolf, mientras mis manos amasaban barro. Sigo en la misma habitación en la que estaba anoche, vestida con la misma ropa. Ya no tengo barro en las uñas, pero delante de mí hay un listado de palabras que podrían oler a esmalte y engobe. Esta mañana, al servirme el café y mirar la pantalla del ordenador, este texto estaba aquí, y la pieza de cerámica que moldeaba anoche, la caja con la cabeza de la diosa Bastet que le prometí a mi sobrina para Reyes, encima de la mesa. Lista para hornear.

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