El espíritu y la letra de la democracia
Las instituciones se debilitan tanto si se idolatran, pero no se cumplen sus exigencias, como si se cuestionan desde modelos de inmaculada pureza
Acaso lo más lamentable que ha ocurrido a propósito de la Transición en los últimos años tiene que ver con que la sociedad se fue acomodando a las instituciones que construyó, y la elevó a un pedestal y, como se adora al becerro de oro, se ha terminado arrodillando a sus pies para reverenciarla como si se tratara de un ídolo. Con lo que la reduce a una especie de bandera bajo la que se pueden hacer los t...
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Acaso lo más lamentable que ha ocurrido a propósito de la Transición en los últimos años tiene que ver con que la sociedad se fue acomodando a las instituciones que construyó, y la elevó a un pedestal y, como se adora al becerro de oro, se ha terminado arrodillando a sus pies para reverenciarla como si se tratara de un ídolo. Con lo que la reduce a una especie de bandera bajo la que se pueden hacer los tratos más bajos y fraudulentos, los trapicheos más procaces, apaños mediocres, acuerdos de corto recorrido. No hay más que levantar la vista para observar el lamentable espectáculo que se ha dado con la última renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional para comprobar que se recita la letra que corresponde a una sociedad democrática mientras se estrangula su espíritu hasta convertirlo en un monigote.
El deber de las fuerzas parlamentarias elegidas por los ciudadanos de buscar acuerdos amplios para encontrar a quienes mejor pueden desempeñar las tareas de un tribunal de garantías ha quedado reducido a un chapucero intercambio de cromos. Los elegidos pasaron luego por un teatrillo en el que una comisión del Congreso se encargó de valorar sus capacidades para lidiar con cometidos que exigen una especial finura y que van a obligarlos a la máxima independencia. Mientras esto ocurría, los medios aireaban episodios del pasado de algunos de ellos que permiten, como mínimo, albergar serias sospechas sobre la distancia que tienen que mantener en sus labores respecto a los partidos que los han propuesto. Pero las cosas siguieron adelante, y todo se consumó sin mayores contratiempos.
Se cumplió el trámite, y los políticos se felicitaron inmediatamente después por semejante logro. Como si no se tratara de una obligación que en ningún caso debería quebrantarse. Pero así se están haciendo las cosas desde hace tiempo. El respeto por el Tribunal Constitucional, las imprescindibles cautelas que tienen que adoptarse para que estos procesos de selección sean impecables, la búsqueda de los mejores profesionales, el afán de excelencia: todo eso quedó en un segundo plano, desdibujado, borroso. ¿Era esto lo que se pretendía cuando en la época de la Transición se configuraban las instituciones de la actual democracia? Seguramente, no.
Algo va mal cuando se erosionan las instituciones. Pueden terminar convertidas en construcciones de cartón piedra. El último paso, en este sentido, ha sido poner en cuestión la Ley de Amnistía de 1977. Fue un acto colectivo de radical afirmación de esa nueva época que dejaba la dictadura atrás, y la iniciativa fue respaldada por movilizaciones de la izquierda en la calle y apoyada masivamente en el Congreso por los diputados que acababan de elegir los ciudadanos en las urnas. Junto a quienes han hecho de la Constitución un objeto de culto —y se saltan al mismo tiempo sus exigencias— hay otros que idolatran el gesto de refutarla con la excusa de recuperar una inmaculada pureza perdida en el camino. No les importa lo que sucediera en aquella época difícil y conflictiva, se sirven del trazo grueso de las grandes proclamas. Salirse por la tangente con el discurso de los símbolos es olvidar —acaso interesadamente y con el afán de confundirlo todo— que la política consiste en batallar con los hechos, con la realidad, con el presente. Y no regodearse en el pasado.