No basta una cumbre de compromiso
Glasgow no es el acuerdo de emergencia, pero consigue avances tanto en mitigación como en adaptación
Tras el fracaso que supuso Copenhague en 2009 y el éxito de París en 2015, la cumbre de Glasgow aporta avances que no resuelven el problema pero permiten una valoración positiva, al menos en perspectiva...
Tras el fracaso que supuso Copenhague en 2009 y el éxito de París en 2015, la cumbre de Glasgow aporta avances que no resuelven el problema pero permiten una valoración positiva, al menos en perspectiva histórica. El acuerdo que tanto ha costado alcanzar entre casi 200 Estados consigue progresos tanto en mitigación como en adaptación. En el primer apartado, introduce el sentido de urgencia, reclamado desde ámbitos sociales y científicos, al situar la actualización de los planes de reducción de emisiones antes de lo previsto, al próximo año, en lugar de aplazarlos a 2030. También da un paso, aunque tímido, en ambición, al mencionar por vez primera a los combustibles fósiles para apostar por la reducción de los subsidios “ineficientes” que reciben. Por su parte, las políticas de adaptación, al fin, dan un salto cualitativo con un compromiso para duplicar en 2025 los fondos a países en vías de desarrollo para que puedan llevarlas a cabo, y se plantea un mecanismo de ayudas para pérdidas y daños ocasionados por el cambio climático.
A estos avances se unen aquellos de carácter sectorial sobre bosques, carbón, coches, metano o el fin de la financiación de los combustibles fósiles en el extranjero, entre otros. Tiene especial relevancia el acuerdo entre China y Estados Unidos, los dos primeros emisores de CO₂, porque sin un compromiso mínimo de ambos no es viable seguir persiguiendo la meta de 1,5ºC de calentamiento global. Naciones Unidas también ha dado síntomas de impaciencia ante el sector privado. El anuncio de la creación de un mecanismo de evaluación de las declaraciones de las empresas sobre sus reducciones de emisiones transmite la señal clara de que se ha cansado del greenwashing, es decir, del lavado de cara verde que vienen practicando no pocas compañías.
Hasta aquí, lo conseguido: no es un cambio radical ni invita a ningún optimismo pero sí es una forma de crear instrumentos de apoyo para avanzar en el camino necesario. El objetivo pendiente sigue siendo difícil y nadie tiene la solución para armonizar las medidas necesarias en cada zona del planeta y de acuerdo con cada situación de desarrollo. Según un informe de la Agencia Internacional de la Energía, aunque todos los países cumplieran los planes presentados de reducción de emisiones, el incremento previsto se situaría en 1,8ºC, claramente por encima del límite de 1,5 que demanda el consenso científico. Por otro lado, los países en vías de desarrollo van a seguir teniendo muy difícil adoptar sendas de sostenibilidad si la comunidad internacional no hace realidad sus compromisos financieros. Además, el artículo 6 que regula los mercados de carbono queda lejos de ajustar el mecanismo para ser a la vez útil y justo, y esa es una tarea urgente para próximos encuentros.
Glasgow no es el acuerdo de emergencia que necesita el planeta pero no es fácil saber cómo conseguir otro más ambicioso. En un asunto en el que se entremezclan intereses geoestratégicos, económicos y políticos, los Estados solo avanzarán en la medida en que no tengan otra opción. Ni las evidencias científicas ni la presión social han logrado todavía que medidas más drásticas se abran camino para multiplicar los flujos financieros hacia la economía verde y encarnar así, de forma categórica, la trascendencia de la lucha contra el cambio climático.