De perdones y exabruptos

Desde distintos países americanos se exige a España que pida disculpas por hechos que sucedieron hace siglos. La retórica del perdón solo tiene sentido cuando se refiere a realidades inmediatas, reconocibles, que se prolongan hasta el presente

Eduardo Estrada

Desde distintos países americanos se reclama a España que pida perdón por hechos que sucedieron hace siglos, que pida perdón la vieja metrópolis convertida ahora en un país de tamaño medio, de desarrollo medio, de nivel educativo medio, con un sistema político medio, con soberanía media desde que fuese aceptado en la OTAN y la Unión Europea, porque antes no pudo participar en proyecto internacional alguno, lastrada como estaba por una dictadura de cuatro décadas, el único régimen que sobrevivió al Eje tras su hundimiento en 1945. ¿Vale la pena, tiene sentido, que esta medianía que somos ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Desde distintos países americanos se reclama a España que pida perdón por hechos que sucedieron hace siglos, que pida perdón la vieja metrópolis convertida ahora en un país de tamaño medio, de desarrollo medio, de nivel educativo medio, con un sistema político medio, con soberanía media desde que fuese aceptado en la OTAN y la Unión Europea, porque antes no pudo participar en proyecto internacional alguno, lastrada como estaba por una dictadura de cuatro décadas, el único régimen que sobrevivió al Eje tras su hundimiento en 1945. ¿Vale la pena, tiene sentido, que esta medianía que somos pida perdón por hechos que caducaron en 1824, cuando abandonó del todo un continente que había gobernado desde fines del siglo XV gracias a la colaboración incesante de las elites locales; o en 1898, cuando abandonó los últimos reductos antillanos que sobrevivieron como colonias gracias a apelotonar allí a un millón de esclavos africanos? En cualquier caso, debería pedir perdón al unísono con todos aquellos magnates locales que, aprovechando los entresijos enormes de un imperio tan extenso, gobernaron y explotaron durante siglos a sus propios. Quizás también con aquellos peninsulares que, excluidos de todo rango de nivel en casa, accedieron algún día a puestos de relevancia en la lejana administración imperial y regresar a sus lugares de origen con los bolsillos llenos, algún criado que no hablaba castellano y alguna niña no reconocida, para que los asistiesen ambos hasta su muerte.

La retórica del perdón solo tiene sentido cuando se refiere a realidades inmediatas, reconocibles, que se prolongan hasta el presente y, todavía más, si son merecedoras de sustanciación penal. El ejemplo de los niños aborígenes secuestrados, separados de sus familias en Australia; las fosas comunes de niños y niñas de las naciones originarias descubiertas recientemente en escuelas de órdenes católicas en el Quebec canadiense, nos muestran que el perdón sí puede tener un efecto reparador y robustecer derechos humanos tangibles en una democracia genuina. Lo mismo valdría para la república vecina, en la que las fisuras de un pasado reciente siguen proyectándose en acontecimientos recientes bien conocidos. ¿Cómo va a pedir perdón España por lo sucedido en América entre 1492 y 1824 en el continente, hasta 1898 en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, si todavía no ha sido capaz de reparar y resarcir por completo a los familiares de las víctimas de ambos lados (abrumadoramente del lado republicano pero no solo) durante y después de la Guerra Civil? La España de hoy ya no es ni puede representar a la Monarquía católica de Carlos V, el emperador que llegó a sus reinos (en plural) sin siquiera hablar castellano y que aplastó sin contemplaciones a las ciudades castellanas que consideraban que sus instituciones estaban siendo maltratadas. Aquella entidad política, que no era España, pereció a principios del siglo XIX. ¿Puede pedir perdón entonces? Y si tuviese que pedir perdón, ¿a quién se lo iba a pedir? ¿A la América indígena, a la de las castas (mestizos de gran diversidad), a la criolla?

¿Significa todo ello que no se puede hacer nada, que debemos quedarnos quietos? Todo lo contrario. El sentido de continuidad histórica inherente a todo proyecto nacional debe contener al mismo tiempo los ingredientes de su propia depuración. El primero y más obvio es reclamar a las instituciones políticas y para-políticas, academias e instituciones dedicadas a ello, que desistan en la tarea de reclamar a los historiadores/as que participen en fastos y sesiones que persiguen atar en corto la tarea de repensar la historia patria conforme a aquello que debemos exigir a cualquier ciencia social que se precie. Algo aprendimos de los malentendidos premeditados del Quinto Centenario. En este sentido, los indudables progresos del conocimiento sobre el imperio español y su sustrato del colonialismo se han visto cortocircuitados por las continuas reclamaciones institucionales a participar en conmemoraciones diversas. Orgullo patrio de un lado y perdón del otro son las dos caras de la misma moneda, persiguen exactamente los mismos fines: cooptar al trabajo historiográfico hacia el interior del proyecto nacional, cooptar una lectura del pasado para ponerla al servicio del presente.

Los tiempos son propicios para una tarea de verdad reparadora de los excesos patrióticos del discurso historiográfico en todas partes. No es difícil entender por qué. Los años 1945-1947 resultaron letales para el orgullo de los europeos, para París, Londres y, todavía más, Berlín. El fin del siglo XX y las primeras décadas de este están culminando la tarea entonces inconclusa. La razón es más que obvia: el policentrismo mundial, con China al frente, no responde en absoluto al esquema del “fin de la historia”, del triunfo universal del liberalismo capitalista que alguien auspició. No sabemos qué será de este mundo superpoblado en que vivimos. Sin embargo, sí es posible darse cuenta de que la historia nacional (el gran artefacto literario del siglo XIX) pasó a mejor vida. No para los inasequibles al desaliento en nuestro triste espectro político ni para las franjas profesionales de las que se sirven. En su propio territorio no hay nada que hacer, como alguien advirtió con razón en este mismo periódico. Esto es verdad, pero se pueden hacer otras cosas, no necesariamente al margen de la profesión y de la más rigurosa deontología profesional.

El fruto más evidente del policentrismo antes mencionado es el reconocimiento de que el mundo estuvo siempre gobernado por imperios y que estos estuvieron siempre basados en la violencia y explotación de pueblos subyugados. Puede haber colonialismos sin imperio; a la inversa no es posible. A esta forma de entender las cosas la conocemos como historia global. No se sugiere que todo historiador deba saber de todo, ser capaz de establecer conexiones entre sociedades lejanas y para cualquier época. Un historiador capaz de escribir con igual propiedad de cualquier parte del mundo sería de manera inevitable un historiador amateur o un divulgador de conocimientos ajenos. Por historia global, por el contrario, debe entenderse el progreso de la atención a las conexiones que definen el cambio histórico en el mundo desde las épocas más remotas registrables hasta el presente. Las mejores lecciones al respecto las hemos recibido de grandes maestros como Christopher Bayly (1945-2015) o Jürgen Osterhammel, un especialista de India en el imperio británico y un sinólogo de gran reputación. En este espacio mental, fruto de la fértil imaginación de autores como ellos, pueden trabajar tanto los historiadores locales, de regiones y naciones, como de los imperios edificados sobre otros pueblos. Son estas conexiones, imaginarlas como un espacio común, las que permiten comparar y sacar lecciones científicamente valiosas, aquellas que interesan a los científicos sociales y no solo a los historiadores profesionales, aquellas que deben comunicarse al público más amplio, a los estudiantes de los ciclos superiores y a personas interesadas en disponer de un mejor conocimiento del pasado.

En este espacio de archivo, estudio y reflexión es donde debe someterse a escrutinio a la Monarquía imperial española y la España colonial de los siglos XVI al XX, donde debe compararse sin complejos de campanario con otros casos. De la llegada de Colón a las Bahamas en 1492 hasta las atrocidades de principios del siglo XX en Marruecos, cuyos frutos podridos en el último caso siguen manchando el triste pasar de la diplomacia en nuestros días.

Más información

Archivado En