Por rutas imperiales

Por alguna razón que no acabo de entender la derecha española siente desde hace años la necesidad de revivir la épica del imperio y para adornarla reivindica términos como “evangelización”

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ofrece declaraciones a los medios, el pasado 27 de septiembre, en Nueva York (EE UU).Andrea Renault. POOL (Europa Press)

Leí este verano un libro que me impresionó enormemente: Cuaderno de memorias coloniales, de la portuguesa Isabela Figueiredo. Aunque sea con más de una década de retraso es todo un acierto que este pequeño tomo que conmocionó a los lectores portugueses llegue a nuestras manos. Figueiredo escribe sobre su infancia en Mozambique, ento...

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Leí este verano un libro que me impresionó enormemente: Cuaderno de memorias coloniales, de la portuguesa Isabela Figueiredo. Aunque sea con más de una década de retraso es todo un acierto que este pequeño tomo que conmocionó a los lectores portugueses llegue a nuestras manos. Figueiredo escribe sobre su infancia en Mozambique, entonces colonia portuguesa, o provincia del imperio, como le gustaba referirse a ella el dictador Salazar, que se imaginaba al paisiño agrandado por los territorios conquistados. El libro de Figueiredo, publicado en 2009, cayó como una bomba para aquellos compatriotas que querían creer que el colonialismo a la portuguesa era sensible y necesario; también recibió el aplauso de un público sin miedo a enfrentarse a la verdad. La autora sentía la necesidad, así lo expresó, de contar cómo sus ojos infantiles habían presenciado el brutal racismo, el aplastamiento de los blancos sobre los negros, el sistemático abuso que practicaban los hombres blancos con las mujeres negras. Y lo hizo a través de la figura de su padre, al que retrata con amor y dureza, por la simple razón de que ese padre era como cualquier hombre blanco. La adoración que siente la niña hacia ese Dios hecho hombre, se torna en la adolescencia en sentido crítico, en dolor, más aún cuando se convierte en joven retornada y, por tanto, señalada en el país de la revolución de abril. Todo esto narrado con una belleza difícil de describir, salvo para constatar que la poesía aflora, en cada una de sus páginas, como una hierba salvaje. Estas memorias coloniales vienen a cuento ahora, en este presente en el que Europa despierta de una prolongada amnesia y se enfrenta al hecho de que la historia que se reduce a una sucesión de actos heroicos omitiendo a las víctimas de tales hazañas constituye el relato de una gran mentira, puesto que no hay colonialismo sin brutalidad.

Por alguna razón que no acabo de entender la derecha española siente desde hace años la necesidad de revivir la épica del imperio y para adornarla reivindica términos como “evangelización”, palabra que nos retrotrae a la historia que se daba en las escuelas durante el franquismo, la devoy por rutas imperiales caminando hacia Dios”. Detestan la memoria histórica e incluso el todopoderoso expresidente anima al aprendiz a derogar su ley cuando llegue al poder, pero al tiempo echan mano de una retórica apolillada que se aleja, una vez más, del debate europeo, que va reconociendo lo que fuera un enriquecimiento basado en el expolio y el trabajo esclavo. Solo Boris Johnson, que ya no es Europa, se suma al acto de buscar desesperadamente un imperio que le embellezca un poco el desastre que vive de fronteras para adentro.

De los chistes de Aznar poco se puede añadir, salvo que sus chascarrillos son la prueba evidente de que el humor no es siempre una barrabasada inocente, que existe el humorista crecido ante un público fervoroso que se burla de aquel que trata como a un inferior, en este caso un país con el cual España siempre mantiene relaciones delicadas, que cualquier político cuidadoso busca la manera de recomponer en vez de provocar tensión. Más osada aún ha sido Díaz Ayuso, que se fue nada menos que a Estados Unidos, un país que a pesar de su política imperialista ha ido acogiendo en sus instituciones a políticos procedentes de Latinoamérica que alientan otro discurso. Por fortuna, sus declaraciones, aquellas en las que afirmó que “el indigenismo es el nuevo comunismo”, no tuvieron mucho alcance, solo se hicieron eco de ellas los sospechosos habituales, como así se denomina a los españoles que van, por gusto u obligación, a los actos de los presidentes autonómicos que quieren liarla en la Gran Manzana. Ayuso, siempre en conexión con el expresidente, defendió la labor civilizatoria del cristianismo y aclaró que de pedir perdón, nada. Luego se volvió a casa diciendo que en Nueva York se habla poco de Madrid. Pues casi que menos mal.

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