Aborto: donde no llega la legislación
La ley de 2010 demanda nuevas medidas que neutralicen los obstáculos que hoy encuentra su aplicación
Desde 2010 la ley reconoce en España el derecho de la mujer al aborto dentro de unos plazos acotados. Fue un avance crucial en su momento, pero la experiencia reciente demuestra que su alcance y aplicación son todavía muy deficientes en una sociedad democrática que lo tiene plenamente integrado como opción legítima. Sin embargo, en los últimos años se han multiplicado los indicios de una reacción contrarreformista en sectores sociales que po...
Desde 2010 la ley reconoce en España el derecho de la mujer al aborto dentro de unos plazos acotados. Fue un avance crucial en su momento, pero la experiencia reciente demuestra que su alcance y aplicación son todavía muy deficientes en una sociedad democrática que lo tiene plenamente integrado como opción legítima. Sin embargo, en los últimos años se han multiplicado los indicios de una reacción contrarreformista en sectores sociales que ponen por delante su intolerancia ante la libertad de los demás, amparada por las leyes, o incluso anteponen la nostalgia de tiempos en los que las creencias individuales e íntimas, como la fe religiosa, pretendían ejercer una improbable superioridad sobre las creencias de los otros: nadie obliga a nadie a abortar; la ley solo aspira a proteger el derecho de aquellas mujeres que deseen ejercerlo sin dar cuenta a nadie de las razones que las empujan a hacerlo.
Entre las causas inmediatas de esa precariedad está el elevado porcentaje de objeción de conciencia en los médicos de la sanidad pública. Otras causas difusas tienen que ver con la presión social y mediática que ejerce la derecha católica, animada por corrientes similares, con origen en Estados Unidos y en América Latina, y cuyo primer objetivo consiste en cuestionar y debilitar socialmente el ejercicio de ese derecho. El acoso a las mujeres que acuden a interrumpir su embarazo a las puertas de las clínicas donde se practican abortos visibiliza un señalamiento que nadie merece y, menos que nadie, la mujer que ha decidido ejercer un derecho protegido por la ley.
Los datos son abrumadores. Apenas el 6,2% de los casi 100.000 abortos que se realizan anualmente en España tienen lugar en hospitales públicos y otro 8,12% en centros especializados de la red pública. La mayoría se realizan en clínicas privadas concertadas. En cinco comunidades autónomas —Extremadura, Madrid, Castilla-La Mancha, Murcia y Aragón— y las ciudades de Ceuta y Melilla no se practican abortos en la sanidad pública. Y la ley de 2010, contra los aprensivos augurios lanzados por sus opositores, no ha aumentado su práctica. Lo que ha hecho ha sido mejorar las garantías para la mujer que se ve en la tesitura de practicarlo.
La Constitución ampara la objeción de conciencia en su artículo 30.2, pero nunca ha llegado a desarrollarse la ley posterior que debía regularla. En su lugar, las leyes del servicio militar, del aborto y de la eutanasia han fijado los términos de la objeción de conciencia en estos ámbitos. Pero es la misma ley de 2010 la que especifica que el ejercicio de ese derecho nunca debería ir en menoscabo del derecho de la mujer a interrumpir el embarazo. El resultado ha sido que el aborto es territorio prácticamente exclusivo de centros privados ante los obstáculos y las objeciones de conciencia colectivas que se alegan en la sanidad pública.
Más allá de los datos y estadísticas en frío, los testimonios en los últimos días de Marta Vigara, médica del Hospital Clínico San Carlos de Madrid (público) en la Cadena SER, y de la escritora Lara Moreno en EL PAÍS sobre sus amargas experiencias han lanzado a la luz pública una realidad que suele vivirse en silencio y casi a oscuras, dada la estigmatización que aún acompaña al aborto. En el primer caso, la doctora Vigara se vio obligada a acudir a un centro privado porque su propio hospital rechazó practicarle la interrupción, a pesar de haber ingresado con grave riesgo para el feto y para sí misma por una rotura de la bolsa del líquido amniótico. En el segundo, la autora narra las tinieblas que aún rodean un aborto voluntario y legal que la burocracia imperante en la clínica catalogó como interrupción por “causas médicas”, cuando no las había.
Tanto las experiencias narradas por estas dos mujeres como las que transmiten más fríamente los datos reclaman de forma urgente nuevas medidas que garanticen la práctica de la interrupción del embarazo en los términos recogidos por la ley y logren así un impulso definitivo a este derecho de las mujeres.
La proposición para penalizar el acoso a las mujeres a las puertas de las clínicas, introducida por el PSOE la semana pasada en el Congreso y apoyada por todos los grupos salvo el PP y Vox, alienta una vía realista y práctica para frenar la execrable presión a mujeres que recurren a una intervención siempre difícil. La propuesta de cambio en el Código Penal comporta el castigo de esa práctica con hasta un año de cárcel o trabajos para la comunidad. En la senda de países como Francia, Austria, Reino Unido, Irlanda, Alemania o algunos Estados de EE UU, la proposición busca neutralizar la repetición de unas actitudes retrógradas y antidemocráticas. Nada menos que el 89% de las mujeres que fueron a abortar se sintieron acosadas y un 66% amenazadas, según una encuesta realizada por la Asociación de Clínicas Acreditadas para la interrupción del Embarazo (ACAI).
Más allá de esta penalización de una conducta rigurosamente incívica, el Ministerio de Igualdad se propone también reformar la ley del aborto para incorporar la creación de un registro obligatorio de profesionales sanitarios objetores, en línea con el que dispone la reciente ley de la eutanasia, y a pesar de que algunas comunidades aún no han cumplido con esa exigencia legal.
El aborto como conquista ha tenido importantes avances en países como Argentina o México en los últimos años, pero también sonoros retrocesos como el de Polonia o Texas (EE UU). La oposición que lidera la derecha cristiana en todo el mundo también intenta crecer en España, pero ni el Gobierno ni el Congreso ni las organizaciones médicas y profesionales implicadas pueden sentirse intimidadas por ella ante la defensa del ejercicio libre de un derecho votado y respaldado por las Cortes Generales como sede de la soberanía popular.