Día Europeo de las Lenguas

Reducir la cultura y la identidad a un solo idioma no deja de ser una trampa. Deberíamos aprender que el respeto a las lenguas maternas es inseparable de una convivencia basada en el sentido democrático

Eduardo Estrada

Las maletas se van antes que uno, decía Rafael Alberti cada vez que embarcaba su equipaje en un aeropuerto. Siempre temía que se perdiera por cualquier rincón del mundo y así lo dejó escrito en un poema. La necesidad de viajar es tan humana como el deseo de no quedarse sin ropa. Dirigir el Instituto Cervantes supone viajar por el mundo con un equipaje de palabras, poner en movimiento muchas maletas. Son viajes de ida y vuelta, llevan la cultura española a muchas tierras y nos tra...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Las maletas se van antes que uno, decía Rafael Alberti cada vez que embarcaba su equipaje en un aeropuerto. Siempre temía que se perdiera por cualquier rincón del mundo y así lo dejó escrito en un poema. La necesidad de viajar es tan humana como el deseo de no quedarse sin ropa. Dirigir el Instituto Cervantes supone viajar por el mundo con un equipaje de palabras, poner en movimiento muchas maletas. Son viajes de ida y vuelta, llevan la cultura española a muchas tierras y nos traen a España las culturas de esas tierras.

Las declaraciones de amor por la lengua materna y la necesidad de aprender otros idiomas conviven de manera natural en nuestra existencia cotidiana. Aunque cada vez ocupan más lugar los estudios de segundos y terceros idiomas, pocas voces se atreven a poner en duda, sino es en los procesos de fanatismo identitario, el respeto que merecen los hablantes nativos de un idioma en el que aprendieron a decir “madre, tengo frío”.

Reducir la cultura y la identidad a un solo idioma no deja de ser una trampa. El español, por ejemplo, procede como otras lenguas de la cultura latina, se sitúa en un amplio marco iberoamericano y se define en una extensa geografía en la que no faltan los matices y las huellas de múltiples tradiciones. Pero desconocer el peso de las lenguas en los sentimientos identitarios también es caer en una trampa grave.

Debemos ser muy precavidos para no tomar posturas tajantes en los debates sobre cuestiones como la memoria, las lenguas y los derechos de las minorías o las mayorías, cuestiones de las que depende el sentido democrático de pertenencia en la actual internacionalización del mundo. La globalización ha puesto en marcha una doble dinámica de homologaciones bajo culturas dominantes y de reacciones identitarias fuertes. Tengamos cuidado. De nada sirve la universalización abstracta cuando favorece que nos desentendamos de una anciana, vecina del quinto, que muere solitaria y de la que desconocemos el nombre. Tampoco es aceptable una búsqueda de comunidad que se afirme a sí misma en el desprecio supremacista de las otras formas de ser y hablar.

¿Es posible trabajar por una identidad abierta, un sentido de pertenencia democrático que armonice las realidades individuales con el respeto de los derechos humanos? No descubro nada si afirmo que, en el panorama internacional, con todas sus deficiencias y limitaciones, la Unión Europea es el punto de referencia más atractivo.

En un episodio famoso del Quijote, Miguel de Cervantes puso a hablar a su famoso caballero con el padre de un poeta. Cuando surgió el tema de la dignidad de las lenguas y su uso literario, Don Quijote dio muestra una vez más de que sus locuras sabían coexistir con la sensatez y las buenas razones: “El grande Homero no escribió en latín porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y siendo esto así, razón sería se entendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase al poeta alemán porque escribe en su lengua, ni al castellano, ni aun al vizcaíno, que escribe en la suya”.

Eso de que algunos idiomas sólo sirven para hablar en la intimidad resulta poco cervantino. Podemos decir incluso que el sentido público de los idiomas, su valor político y social, queda muy reducido si lo apartamos de las palabras que se mamaron con la leche. Con una lengua franca, vacía de matices poéticos, se pueden hacer negocios y estrategias de lobby, pero es imposible crear hoy un sentido democrático de pertenencia. Y eso no significa despreciar el conocimiento de otros idiomas. Don Quijote se encargó enseguida de alabar el conocimiento del latín, el griego y otras lenguas. Nuestros humanistas habían comprendido ya que era muy falsificador para la religión el impedimento de leer la Biblia en castellano. Nosotros, demócratas, deberíamos aprender que el respeto a las lenguas maternas es inseparable de una convivencia basada en el sentido democrático y en la consideración de los derechos humanos.

¿Cómo se construye una comunidad? Cuando Estados Unidos se apropió de la mitad del territorio mexicano con el tratado de Guadalupe-Hidalgo, tardó poco en decidir que debía imponerse el inglés como idioma único. Era la lengua de los padres fundadores. En California, Texas, Colorado, Arizona y Nuevo México, se extendió entonces la ceremonia de enterrar libros de lengua española en el patio de los colegios. Esa fue la lección de supremacismo que encarnó después el presidente Trump al borrar la página web en castellano de la Casa Blanca y apoyar la política de English Only. Un muchacho de 21 años se lo tomo demasiado en serio y tiroteó en El Paso a los hablantes hispanos en agosto de 2019, causando 22 muertos y 24 heridos.

La Unión Europea, por el contrario, ha querido convertir la diversidad lingüística en un signo de identidad abierta, dispuesta a buscar una comunidad que no se funde en el supremacismo, sino en la multiculturalidad. En el calendario de las aspiraciones y la memoria, el calendario que une de forma oficial la razón y el sentimiento, el Consejo de Europa señaló el 26 de septiembre como Día Europeo de las Lenguas. Es importante conocer lenguas con las que viajar y hacer negocios, pero importa mucho valorar la raíz humana con la que aprendimos a pedir ayuda y a sentirnos en familia. Lo escribió César Vallejo en La rueda del hambriento: “pero dadme / por favor, un pedazo de pan en que sentarme, / pero dadme / en español / algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse…”.

Europa cuenta con 24 lenguas oficiales y 60 regionales. Si añadimos los idiomas de la población migrante y algunas formas minoritarias, el número llega a 200. No es para asustarse, porque en el mundo se contabilizan hoy más de 7.000 lenguas, muchas de ellas en peligro de desaparición. La necesidad de conservar la memoria y de hacerla compatible con un progreso cada vez más justo es la mejor forma de facilitar un sentido de pertenencia democrático. De nada valen las identidades cerradas o las abstracciones descarnadas y totalitarias.

El español es una lengua muy indicada por historia y presente para comprender la importancia de la convivencia lingüística. Nació en La Rioja, en una zona de hablantes de euskera, como una evolución del latín que permitiese el entendimiento con otras comunidades fronterizas. Desde sus orígenes ha sido lengua vehicular. Primero cumplió esa tarea en la Península Ibérica, en la que recibió muchas palabras del árabe, y después pasó a América, entrando en contacto con numerosas palabras indígenas. La unidad de un idioma de 500 millones de hablantes sólo es posible si se respeta la diversidad.

Celebrar la lengua es celebrar nuestra voluntad de entendimiento. Está muy bien ser iguales ante la ley, pero sin olvidarnos de nuestra propia realidad. Conseguir una convivencia igualitaria entre seres diversos es más interesante que apostar por el supremacismo o por la sublimación de las diferencias.

Luis García Montero es director del Instituto Cervantes.

Más información

Archivado En