El palacio de los espejos

¿Qué cambiará en el mundo del arte tras la pandemia, si es que cambia algo?

Una persona escribe durante el confinamiento.EDUARDI PARRA/EUROPA PRESS (Europa Press)

Como tantos escritores y artistas que siempre echamos en falta tener más tiempo y más tranquilidad para crear, acabé llegando a la misma conclusión que todo el mundo: era imposible concentrarse durante aquellas semanas de confinamiento, de encierro forzoso en casa, cercados por la inquietud y el asombro y con el recuento diario y constante del número de víctimas en todo el mundo.

Intenté hacer como si nada y aprovechar ese tiempo, pero eso impli...

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Como tantos escritores y artistas que siempre echamos en falta tener más tiempo y más tranquilidad para crear, acabé llegando a la misma conclusión que todo el mundo: era imposible concentrarse durante aquellas semanas de confinamiento, de encierro forzoso en casa, cercados por la inquietud y el asombro y con el recuento diario y constante del número de víctimas en todo el mundo.

Intenté hacer como si nada y aprovechar ese tiempo, pero eso implicaba obligarme a trabajar, casi con la amenaza interior de “aprovechar ahora, porque pronto ya no será posible”. Y, por desgracia, esa no es forma de crear, sobre todo cuando además llegan los que quieren dar ánimos: “Por lo menos debes de estar contenta de estar en casa, es ideal, ¿no?”.

No es ideal, no, por la imposibilidad de ver a nadie. En estos oficios, ver a la gente, a los amigos, encontrarse por casualidad con conocidos, tener conversaciones informales, es lo que hace que surjan ideas, que circulen, cuando intercambiamos nuestras impresiones sobre lo que estamos leyendo, las exposiciones que hemos visitado, los espectáculos, las películas: lo que cada uno ha visto, lo que ha descubierto, alimenta la imaginación y la curiosidad por ósmosis; no dejamos de compartir los hallazgos, de contarnos lo que nos apasiona en cada momento: “¿Todavía no has visto eso?”. “No, no lo conozco”. “¿Que no lo conoces?”.

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En lugar de mantener esta puesta al día constante entre la actualidad y la relectura de un clásico que uno ha redescubierto y otro promete que va a descubrir, o las animadas discusiones sobre las redes sociales y los influencers, sobre esa joven con 30.000 seguidores cuyo momento de gloria consiste en mostrar muy sonriente cómo friega su bañera —lo que da pie a una competición de superlativos relacionados con el adjetivo lamentable—, no teníamos nada que hacer más que ocuparnos día a día de las cosas más básicas y materiales. La compra. Eso nos mantuvo ocupados durante esos largos meses, la compra y las comidas. Hasta que entró el virus en la familia y entonces hacer la compra se convirtió en el grial, en un horizonte lejano, durante aquellos 10 días en los que no pudimos poner un pie fuera. Nunca he tenido tantas ganas de salir a la calle con una cesta.

Durante el primer confinamiento, al contrario que Jesús, no me ocupé de los asuntos de mi padre sino de mi trabajo artístico. Justo entonces yo tenía que empezar a diseñar un catálogo monográfico en el que se pudiera revisar e inventariar unos cuantos años de producciones diversas. De modo que pasé tiempo tratando de encontrar, clasificar, ordenar y buscar en mis archivos. Utilicé mucho la escalera plegable. Al principio quedamos muchas veces con el grafista y la editora; después pasamos al teletrabajo. Describir por correo o por teléfono lo que una imagina es un poco más laborioso. “Estaba pensando que podríamos poner la imagen de la montaña nevada y el paseante del jersey rojo arriba y a la izquierda de la página y la del coche amarillo y el pino piñonero un poco más abajo, a unos cinco centímetros. No, esa en la que el tipo observa el Gran Cañón bajo un cielo muy azul. Esa no, la otra. Espera, hago una foto y te la envío”. “Ah, vaya, me parece que nos hemos entendido mal. Era exactamente lo contrario. Espera, te mando otra foto”.

Explorar el universo propio y crear un inventario completo es una labor trabajosa y un poco desagradable. Es como cuando oímos nuestra propia voz grabada: solo nos fijamos en los tics, el tono parsimonioso y las vacilaciones. Durante esta paciente reconstrucción, he tenido la impresión de perderme en un laberinto de cristales y espejos, como aquel al que íbamos cuando era niña, en un parque de atracciones vetustas y deliciosamente angustiosas. Al principio era divertido encontrarse en ese dédalo de cristal en el que nos veíamos multiplicados y la percepción del espacio se trastocaba por completo. Y enseguida, en pleno recorrido, pensábamos que nunca conseguiríamos salir de allí, que nunca volveríamos a tener más horizonte que nuestro propio reflejo, nuestro aspecto de pánico y el de otras familias que sobreactuaban y exageraban el lado cómico de la situación: “Ja, ja, ja, qué divertido”, cuando, en realidad, pensaban: ¿Alguna vez saldremos de esta trampa que recuerda, en más feo, al último plano de La dama de Shanghai?

Sin esta obligación de permanecer encerrados no sé si habría subido y bajado tanto la famosa escalera para coger revistas apiladas en la parte de arriba, para averiguar cuánto duraba un vídeo, comprobar la ortografía de un nombre, el título exacto de una exposición y redescubrir una obra radiofónica que había olvidado, con el misterioso nombre de Les épinards (Las espinacas).

Como la creación de este libro ha coincidido con este cara a cara obligado, lo he titulado Palais des glaces (Palacio de los espejos).

Valérie Mréjen es escritora y videoartista.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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