La universidad, academia online
Los centros no deben ser ni una academia ni un lugar donde el mundo de la aceleración se imponga
Hace algún tiempo el ministro de Universidades hizo un comentario sardónico sobre la universidad española, inundada por profesores que sólo daban clase y que no investigaban, como en una vulgar academia. Desde entonces vengo cavilando sobre estas difíciles líneas. Del mundo interno de la Universidad nunca se opina. Un tupido velo de temor —no de ignorancia— tapa sus entresijos. El temor a la opinión de los compañeros y las instituciones que la gobiernan y deciden nuestra suerte. Pergeño unas notas sobre asunto tan delica...
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Hace algún tiempo el ministro de Universidades hizo un comentario sardónico sobre la universidad española, inundada por profesores que sólo daban clase y que no investigaban, como en una vulgar academia. Desde entonces vengo cavilando sobre estas difíciles líneas. Del mundo interno de la Universidad nunca se opina. Un tupido velo de temor —no de ignorancia— tapa sus entresijos. El temor a la opinión de los compañeros y las instituciones que la gobiernan y deciden nuestra suerte. Pergeño unas notas sobre asunto tan delicado desde mi experiencia que no pretende ser universal ni representar a toda la Universidad en sus diversos campos.
Parte de la culpa de que la Universidad sea una academia es del Plan Bolonia y su “evaluación continua”. Esta consiste en parcelar las evaluaciones, quitando mucho peso a los exámenes y sustituyéndolos o complementándolos por toda suerte de pruebas parciales: trabajos —que se tienden a copiar, y no imaginativamente, de las redes sociales, Wikipedia y otras fuentes espúreas—, ponencias de mínima duración —si hay muchos alumnos— comentarios de texto, seminarios, y toda prueba imaginable que no sea el clásico examen. Así, el trabajo se multiplica tanto para los alumnos, devenidos profesionales del plagio como para los profesores. Poco conocimiento, mucho papel. En asignaturas obligatorias el alumnado es abundante. Con cuatro pruebas para cada asignatura, y tres o cuatro grupos por año, uno puede tener 150 alumnos... e innumerables pruebas que corregir. Carga normal si uno no se libera de docencia por hacer gestión, muy valorada y trampolín para la propia promoción.
De modo que no sólo los profesores que no investigaban nada y sólo daban clase —los protagonistas de esa academia— se ven afectados sino también ahora quienes dan docencia e investigaban. Y lo digo en pasado porque con Bolonia, y sin aplicar la picaresca de asegurar el aprobado a los alumnos y hacerles trabajar poco, quedan pocos que puedan hacer ambas cosas. La corrección dura semanas o meses (si no se emplea el multiple choice inadecuado para materias teóricas). Por otra parte, la investigación, los “sexenios” que llevan a la promoción, se paga poquísimo, y tiende a ser cada vez más difícil de ser recompensada, dada la exigencia de donde se publica. ¿Para qué embarcarse en un proyecto intelectual de largo alcance —un libro— si este no cuenta a la hora de validar la “investigación”? De nada vale que tenga que pasar por informes anónimos y sea avalado por editoriales de prestigio que cada vez recelan más de los trabajos “académicos”. ¿Para qué hacer una tesis doctoral con ambición, si en los ambientes universitarios se recomienda que cada capítulo sea un artículo? Así, merman los alumnos vocacionales que emprendan trabajos con proyección en el tiempo y los profesores que puedan dar clase y escribir. Libros como La distinción de Bourdieu o Cadenas rituales de interacción de Collins serían impensables hoy. Mejor hacer artículos en revistas indexadas. Y por ello se están prejubilando no sólo los profesores-de-academia, sino también los investigadores que no pueden con Bolonia, las continuas reuniones de departamento desde la forzosa fusión de los mismos, los 20 correos electrónicos diarios, los cambios en la docencia informática, y cada vez más tareas burocráticas. Más los alumnos que se han acostumbrado a aprobar desde una docencia online muy cómoda.
El síndrome del burn-out y la depresión ha pasado de los maestros a la secundaria hasta llegar a la Universidad. Todos son evaluados porque la culpa de los suspensos o el abandono de los estudios la tenemos los docentes, claro. Aumenta también la depresión, enfermedad de la aceleración y del multitasking. Enfermedad de la insuficiencia, de no “estar a la altura” de las distintas instituciones de la evaluación, investigadora y docente. Se impone el “nada a largo plazo”, la vida como relato con sentido, el de hacer una obra —y no una sucesión de artículos—, de forjar un carácter que se está corrompiendo para docentes y discentes. Aquel que quiera seguir escribiendo es un héroe (con vacaciones de sólo un mes y un sabático cada 25 años en la UCM) en un medio que prima la productividad y no la calidad. Y con ella nos transformamos en explotadores de nosotros mismos, trabajando sin cesar en tareas efímeras.
La cultura de la flexibilidad valora la adaptabilidad, y menosprecia el esfuerzo de quienes están cansados de tanta evaluación y aceleración. La Universidad expulsa a los mejores, sobre todo a los profesores mayores que quieren seguir investigando y no pueden. Sin ayudantes, con demasiada docencia, poco sueldo y un reconocimiento social insuficiente, los mejores se parecen al personaje de la magnífica Stoner, de J. Williams, relato melancólico de un profesor con vocación. La universidad española no debe ser una academia. Tampoco una turbina de aquellos cuyo empeño y energía se pierde en las distracciones que lleva el mundo de la aceleración.
Helena Béjar es catedrática de Sociología y autora, entre otros libros, de Felicidad: la salvación moderna.