Patria y vida
El relato de la revolución cubana se fractura por la siguiente dificultad: no hay soberanía sin moneda
Las inéditas manifestaciones de protesta que se desencadenaron en Cuba han puesto a la izquierda latinoamericana en un trance incomodísimo en relación con una bandera que, se supone, debería ser indeclinable para cualquier proyecto progresista: la de los derechos humanos. Los cubanos reclaman un mínimo bienestar material. Pero el verdadero motor de las movilizaciones es la falta de pluralismo y de libertad para expresarse. La respuesta violenta del régimen corroboró que hay una verdad detrás de esas demandas. Muchos partidos y líd...
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Las inéditas manifestaciones de protesta que se desencadenaron en Cuba han puesto a la izquierda latinoamericana en un trance incomodísimo en relación con una bandera que, se supone, debería ser indeclinable para cualquier proyecto progresista: la de los derechos humanos. Los cubanos reclaman un mínimo bienestar material. Pero el verdadero motor de las movilizaciones es la falta de pluralismo y de libertad para expresarse. La respuesta violenta del régimen corroboró que hay una verdad detrás de esas demandas. Muchos partidos y líderes de izquierda de toda la región se pronunciaron en defensa de la dictadura y repitieron sus justificaciones. Desde Lula da Silva, en Brasil, hasta las direcciones del Frente Amplio en Uruguay, y del kirchnerismo en Argentina. Sin embargo, en esa reivindicación comenzaron a aparecer fisuras. Disidencias que revelan que el castrismo está siendo desafiado por un movimiento distinto, novedoso, adentro y también afuera de la isla.
Los partidos de izquierda de América Latina se encuentran a menudo ante una contradicción cuando se discute la protección de determinadas libertades públicas. Desde el siglo XVIII la civilización occidental ha defendido la idea de que las personas gozan de determinadas prerrogativas por el solo hecho de ser humanas. Por definición, los derechos humanos son universales. Esta es la razón por la cual muchas veces su protección resulta incómoda: hay que respetarlos aun en el caso de individuos repugnantes. Sujetos que parecen no ser merecedores de ninguna consideración. Puesto en otros términos: los derechos humanos son absolutos. No admiten ser relativizados.
De esta concepción, que ubica al ser humano en el centro de la sociedad, deriva una consecuencia institucional: la jurisdicción global. Significa que no cabe interponer a la custodia de los derechos humanos, o a la penalización por su violación, la barrera de la soberanía nacional. Este principio es el que entra en tensión con una cultura como la de la izquierda latinoamericana, para la cual el Estado es el astro rey de la vida pública. No solo el individuo debe subordinarse al Estado. También son sagrados los asuntos internos de la nación. Es sagrada la soberanía nacional. La consigna “Patria o Muerte”, con la que Fidel Castro empezó a cerrar sus discursos en los años sesenta, sintetiza esas creencias.
Estas ideas introducen una tensión, que en América Latina se puede volver exasperante, entre humanismo y antiimperialismo. Es la contradicción que están poniendo en juego las manifestaciones en Cuba. Allí la tradición antiimperialista es mucho más antigua y arraigada que la tradición marxista. El conflicto histórico con Estados Unidos es un sello que la revolución cubana imprimió a la izquierda de toda la región.
Así se explica que el régimen de Miguel Díaz-Canel rinda cuentas por las penurias materiales del pueblo recurriendo al bloqueo comercial estadounidense como única explicación. Y que justifique la represión de las protestas, plagada de arbitrariedades, en una infiltración del imperio. Es una argumentación de la que se hacen eco otras dictaduras, desde la de Nicolás Maduro en Venezuela, hasta la de Daniel Ortega en Nicaragua.
El embargo dispuesto por los Estados Unidos ha merecido la condena sistemática de la comunidad internacional, sobre todo a través de resoluciones de las Naciones Unidas. Aun así, no alcanza para entender por completo las dificultades económicas que se verifican en la isla. En principio, porque ese bloqueo no es universal. Cuba comercia con muchos países, inclusive con los Estados Unidos. Pero lo más relevante es que está demostrado con infinidad de casos que un sistema que asfixia casi por completo la iniciativa privada termina por colapsar. En Cuba es casi imposible generar riqueza.
Estas restricciones explican la miseria. Pero en los últimos tiempos ha aparecido otro fenómeno que está en la raíz de las protestas de estos días: la desigualdad. Es la consecuencia de un desbarajuste monetario que el gobierno no puede corregir sin provocar una gran insatisfacción. Los ingresos del turismo desaparecieron con la pandemia. El sistema de dos monedas que rigió durante años fue suprimido en enero. La devaluación obligó a un ajuste doloroso, desatando la inflación. El Gobierno debió desdoblar la actividad comercial: algunos bienes solo están disponibles en tiendas que cobran la mercadería en dólares. Muchas de esas tiendas fueron blancos de la furia de quienes realizaban las protestas. Empiezan a advertirse con nitidez, a propósito del consumo, dos clases de cubanos. El relato de la revolución se fractura por esta dificultad: no hay soberanía sin moneda.
En este contexto tan problemático se instaló un par de mortificaciones más. La primera es la restricción al uso de internet, que Raúl Castro identificó durante un congreso del Partido Comunista como un instrumento subversivo. La segunda, el avance aceleradísimo de la covid durante las últimas semanas. Los casos confirmados pasaron de 1.489 el 22 de junio a 6.923 el 11 de julio, que fue cuando se multiplicaron las concentraciones callejeras. Entre el 22 de junio y el 15 de julio, las muertes diarias pasaron de 10 a 69.
La ayuda externa es muy limitada, aun de parte de los amigos del Gobierno. China mantiene con el castrismo una relación distante, que acaso se explica por el activismo ruso. Cuba sigue siendo una base de operaciones de Moscú y la cancillería de Vladímir Putin fue enfática, en la crisis actual, en advertir sobre las consecuencias que tendría un ataque externo. Una forma de suscribir la narrativa antinorteamericana del castrismo. Y una muestra de gratitud por el alineamiento absoluto que mantuvo el régimen de La Habana con el Kremlin durante la crisis de Crimea.
Joe Biden aprovechó estas afinidades para incluir a sus rivales en un solo paquete: mencionó a Cuba, China, Rusia y Venezuela como ejemplos de “naciones cautivas”. También evaluó la posibilidad de facilitar el acceso a internet a los cubanos. Y ofreció enviar vacunas contra el Covid, en el mismo momento en que, desde su flanco izquierdo, Alexandria Ocasio-Cortez pide terminar con la crueldad del embargo.
El régimen cubano está debilitado. Alguien que en Chile gobernó en alianza con el comunismo, como Michelle Bachelet, hoy pide explicaciones por lo que sucede en la isla desde su cargo de alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU: Su principal fragilidad no proviene de la economía. Por primera vez el castrismo es interpelado por jóvenes que reclaman democracia envueltos en la bandera de la izquierda. Gente que no acepta la alternativa del exilio. Voces que se levantan desde el campo del arte, sobre todo de la música. Esta novedad introduce otra: el movimiento de protesta ha comenzado a recibir el apoyo de muchas figuras del ambiente político y cultural identificadas con el progresismo. Hay un cambio de agenda porque hay un cambio de época. También la consigna se transforma: de “Patria o Muerte” a “Patria y Vida”.
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