Los jueces que nos gobiernan
La tentación de utilizar al Tribunal Constitucional como árbitro que dirima una controversia política tras haber perdido una votación en el Parlamento viene de lejos
He tomado prestado el título de un texto que Rafael del Águila escribió en el año 2000 donde alertaba, entre otras cosas, de los problemas democráticos que entraña la judicialización de la política. La tentación de utilizar al Tribunal Constitucional como árbitro que dirima una controversia política tras haber perdido una votación en el Parlamento viene de lejos. No es el caso del recurso de Vox contra el decreto del estado de ala...
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He tomado prestado el título de un texto que Rafael del Águila escribió en el año 2000 donde alertaba, entre otras cosas, de los problemas democráticos que entraña la judicialización de la política. La tentación de utilizar al Tribunal Constitucional como árbitro que dirima una controversia política tras haber perdido una votación en el Parlamento viene de lejos. No es el caso del recurso de Vox contra el decreto del estado de alarma promulgado por el Gobierno en marzo de 2020 y sobre el que el TC se ha pronunciado 16 meses después, pues el partido de Abascal votó a favor de su convalidación para después recurrirlo. Cosas más raras se han visto. Por ejemplo, que tras ello, el TC admitiera el recurso. Pero lo interesante aquí, como en otras ocasiones, es que se utilice al Constitucional como una suerte de “tercera cámara” para marcar un camino que debería resolver la política. Recurrir, por ejemplo, la ley de eutanasia como también ha hecho Vox, es una forma de no reconocer que eres incapaz de ganar esa batalla donde hay que hacerlo: en el Parlamento. Y lo triste es que ya es costumbre. El Partido Popular hizo lo propio con la ley del matrimonio homosexual o la famosa ley de plazos que en 2010 convirtió el aborto en un derecho para las mujeres. Tras 10 años guardado en el cajón, el TC decidió que el recurso había caducado porque el PP había tenido la oportunidad de cambiar la ley durante los años en los que gobernó con mayoría absoluta y no lo hizo. ¿Y por qué no lo hizo? Porque arriesgarse por cosas que se consideran cruciales a veces conlleva un coste muy alto. Seguramente recuerden lo que ocurrió con Gallardón. Y porque lo fácil siempre es descargar la responsabilidad de decidir sobre otros.
Pero el mundo de la política es un terreno regido por tensiones, a veces irresolubles, sobre las que hay que decidir sin que exista un claro ganador. Que sean dilemas complejos, como el que hemos afrontado con la pandemia entre salud y desarrollo económico, no exime al político de la obligación de actuar y tomar una postura. Incluso aquí, a veces, la decisión política se parapetaba en la autoridad científica. Esa dejación de responsabilidades la vimos en algunos ciudadanos al pedir libertad al Gobierno mientras las UCIS permanecían llenas. Como si mantener una comunidad política democrática no exigiera renuncias dolorosas en situaciones excepcionales, o la conciliación de nuestros intereses con los de esa comunidad política pudiera ser siempre armoniosa y completa. También lo decía Del Águila: cantar a la ausencia de límites y pretender al tiempo que esto sea compatible con la justicia y con la moral conduce a la máxima infantil infalible: “Yo sufro, alguien tiene que ser culpable de esto”. La ironía es que esos libertarios ultras que denunciaban con sonoras caceroladas el yugo del estado de alarma hoy celebran que el TC pida el estado de excepción. ¿O celebran otra cosa?