Volver

El retorno a la tierra natal es comparar y descubrir que todo sigue igual pero que nada es ya lo mismo porque uno ya no es el mismo, no porque el mundo no lo sea

Varias personas pasean por Castrillo de los Polvazares (León).Lucas Vallecillos

Como cada verano, vuelvo a mi tierra de origen buscando el reencuentro con la memoria, que no es más que una serie de paisajes y de personas que permanecen en ellos desde que las conocí y que me acompañan siempre en la lejanía. Como cada verano, busco en la tierra en la que nací el humus cultural y emocional del que procedo y que me sirve para guiarme en la vida aunque en la realidad aquel cada vez sea más difuso. Los años pasan dejando huella y a veces uno tiene la sensación de que inventa más que recuerda y sueña más de lo que...

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Como cada verano, vuelvo a mi tierra de origen buscando el reencuentro con la memoria, que no es más que una serie de paisajes y de personas que permanecen en ellos desde que las conocí y que me acompañan siempre en la lejanía. Como cada verano, busco en la tierra en la que nací el humus cultural y emocional del que procedo y que me sirve para guiarme en la vida aunque en la realidad aquel cada vez sea más difuso. Los años pasan dejando huella y a veces uno tiene la sensación de que inventa más que recuerda y sueña más de lo que ve y oye. Aunque como escritor me guste repetir lo que Miguel Torga, el gran narrador portugués, le respondió a un periodista que lo visitó en su pueblo, Sâo Martinho de Anta, en la región norteña de Trás-os-Montes, al que regresaba siempre en verano desde Coimbra, donde vivía, y que le preguntó si iba allí a inspirarse: “No, vengo a recibir órdenes”. “¿De quién?”, le preguntó, sorprendido, el periodista. “De mis antepasados”, le dijo Miguel Torga, quien no era muy amigo de dar explicaciones ni entrevistas.

En algún punto de sus Diarios, esa monumental obra que Torga fue escribiendo a lo largo de su vida, el escritor confió también a sus lectores algo que uno comprende bien, porque lo comparte. Llego a mi casa, decía Miguel Torga (le cito de memoria, pues no tengo aquí sus libros), enciendo la chimenea y me quedo en silencio mirando las llamas durante horas porque siento que mis palabras no están a la altura de mis sentimientos. Exactamente es lo que le pasa a uno cada vez que regresa a su tierra natal, ya sea ante el fuego o ante las montañas o escuchando en la noche las cigarras o el sonido de los coches que circulan en la lejanía. Volver es comparar y descubrir que todo sigue igual pero que nada es ya lo mismo porque uno ya no es el mismo, no porque el mundo no lo sea. El tiempo cambia nuestra percepción de él como el paisaje cambia con la luz pese a que su realidad no lo haga.

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Como uno, en estos días muchos serán los que vuelvan a sus lugares de origen o de vacaciones y lo harán buscando ese reencuentro con el tiempo que parece repetirse cada año pero que en realidad es una ilusión, pues el tiempo no vuelve, como todos sabemos. Como el río de Heráclito parece el mismo pero no lo es, del mismo modo que nuestros amigos tampoco lo son (ni nosotros para ellos). Solamente lo simulan y nosotros hacemos como que creemos que es así y nos engañamos hasta un nuevo año. Seguramente en eso consiste la fidelidad (a los lugares, a las personas, a nuestros propios sueños e ideas): en engañarnos a nosotros mismos diciéndonos que todo sigue igual cuando sabemos que no es cierto, solamente lo parece. Por eso, Tristan Tzara, el dadaísta sin patria, escribió: “Volved humildes o no vayáis a ninguna parte”. Algo que Miguel Torga llevó a rajatabla, pues, además de conservar su casa natal como era, justo al contrario que sus vecinos, quiso que su tumba fuera la más humilde del cementerio, siendo el más universal de todos. Una piedra de río con su nombre (que no era el suyo, sino un seudónimo) y las fechas de su nacimiento y muerte son su único recuerdo sobre el suelo entre los panteones de mármol de los demás.

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