Cajera
De niña, veía en las manos de las cajeras, respetuosa y admirativamente, alimento y dinero, matemáticas, la posibilidad de ser amable y dar cupones, la destreza de manipular la máquina registradora, animal mitológico de tintineante coraza
En Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire), Annie Ernaux se pregunta cómo se legitima literariamente un supermercado. Al hilo de este interrogante surgen otros sobre alimentos medicina, precios acabados en 99 céntimos, tarjetas de fidelización, o esa realidad pautada según un calendario que arruga la piel de una muñeca después de Reyes. En las contundentes 120 páginas de Ernaux ...
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En Mira las luces, amor mío (Cabaret Voltaire), Annie Ernaux se pregunta cómo se legitima literariamente un supermercado. Al hilo de este interrogante surgen otros sobre alimentos medicina, precios acabados en 99 céntimos, tarjetas de fidelización, o esa realidad pautada según un calendario que arruga la piel de una muñeca después de Reyes. En las contundentes 120 páginas de Ernaux las cajeras son fundamentales: “Entre los 7 millones de trabajadores pobres en Francia, una buena parte son cajeras. (…) la “producción de una cajera” es el número de artículos escaneados por minuto. 3000 por hora es un buen promedio”. El trabajo de cajera está feminizado, es precario, temporal, pone en riesgo la salud ―las piernas en el estrecho cubículo, estrés…―, las lleva a asumir un arriesgado papel de vigilancia, las responsabiliza de pérdidas y hurtos, las invisibiliza y las hace desaparecer progresivamente. Ernaux observa: “Cerca de un tercio de las cajas ya son automáticas (…) y solo necesitan la presencia de un empleado encargado de la vigilancia y del buen funcionamiento de la máquina”.
Hay algo de círculo vicioso en las condiciones laborales de las trabajadoras de los supermercados que a menudo rotan en el cumplimiento de tareas: su precariedad justificaría la automatización (¿robotización?) de sus funciones y, a la vez, la amenaza de automatización (¿robotización?) redunda en el empeoramiento de las condiciones laborales y en la desaparición de puestos de trabajo. Sería lógico que los robots desempeñaran tareas duras y deshumanizadoras —nos empeñamos en deshumanizarlas a base de velocidad, productividad y rentabilidad—; mientras, las cajeras recibirían una renta mínima vital que les permitiese pagar la luz, pero también veranear en un destino que no sea de sol y playa —hartas están de pasar por el escáner protectores solares y gazpacho en tetra brik: esto es España—. Sin oficio ni beneficio, pero con su ingreso vital, las ociosas cajeras salen de compras, asisten a clubes de lectura, se atiborran de pastelería japonesa en las terrazas, suman cotizaciones para poder jubilarse… ¿De verdad? No creo: la redefinición del tiempo libre es una cuestión de clase y género, y la imprescindible universalización de una renta mínima en tiempos de necesidad extrema anticipa el peligro de cronificación de esa misma renta y el olvido de que, más allá del derecho a la pereza, la dignidad de los seres humanos radica en su derecho a trabajar. Qué hacemos con nuestras manos. Cómo nos identificamos o no con nuestras manufacturas. Cómo reconocemos el rostro del amo y establecemos vínculos fuertes para reaccionar frente a las injusticias en un centro laboral físico. No en un aula virtual. No en una oficina telemática. Una voz grabada nos dice “Marque 1” y perdemos la memoria respecto al hecho de que la tecnología puede ser exclusiva y excluyente, y ciertas formas perversas del “cuidado” son casi incompatibles con la dignidad humana: gente enferma a la que no se le permite morir, criaturas robadas a sus madres pobres, cajeras para siempre descartadas del mercado laboral. De niña, veía en las manos de las cajeras, respetuosa y admirativamente, alimento y dinero, matemáticas, la posibilidad de ser amable y dar cupones, la destreza de manipular la máquina registradora, animal mitológico de tintineante coraza. Si yo hoy tuviese seis años, no caería en romanticismos: querría ser voz pregrabada del navegador de mi papá.