El fútbol, la mejor versión de Europa

Este deporte encarna la excelencia del espíritu liberal europeo, y un acontecimiento como la Eurocopa nos conecta con nuestra historia, nuestras fronteras culturales y nuestras artes

Nicolás Aznárez

Si los intelectuales del futuro se preguntaran, pongamos por caso, dentro de 2.000 años, qué encarnaba en el pasado la noción de una Europa moderna y libre con valores e ideales compartidos, ¿a qué documento, obra de arte o acontecimiento harían referencia? Entre los documentos, Don Quijote, de Cervantes, y Crítica de la razón pura, de Kant, serían dos candidatos seguros. Lo mismo ocurriría con la Novena Sinfonía de Beethoven y la Sagrada Familia de Antonio Gaudí en los ámbitos de la música y la arquitectura. Sin embargo, como expresión festiva de entusiasmo continental, c...

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Si los intelectuales del futuro se preguntaran, pongamos por caso, dentro de 2.000 años, qué encarnaba en el pasado la noción de una Europa moderna y libre con valores e ideales compartidos, ¿a qué documento, obra de arte o acontecimiento harían referencia? Entre los documentos, Don Quijote, de Cervantes, y Crítica de la razón pura, de Kant, serían dos candidatos seguros. Lo mismo ocurriría con la Novena Sinfonía de Beethoven y la Sagrada Familia de Antonio Gaudí en los ámbitos de la música y la arquitectura. Sin embargo, como expresión festiva de entusiasmo continental, ciertamente no habría acontecimiento más revelador que una Eurocopa como la que vuelve a jugarse con alegría este verano. El fútbol como ejemplo por excelencia del espíritu liberal europeo con poder de atracción universal.

El paraíso de los individuos

Debido al desafortunado comportamiento de las instancias oficiales, a la prosaica fijación en los resultados y a la presencia excesiva de los medios de comunicación, con su efecto paralizante, resulta demasiado fácil perder de vista con qué profundidad y cuánta fidelidad este juego de juegos ejemplifica desde hace más de 150 años los ideales del continente que lo vio nacer. En primer lugar, el fútbol tiene la particularidad de ofrecer un terreno donde lucirse casi a cualquier forma de individualidad física; ya mida 1,50 o 2,10 metros de altura, sea robusta o delgada, zurda o diestra, impulsiva o reflexiva, intelectualmente limitada o sumamente intrincada, las expectativas de excelencia del fútbol están abiertas literalmente a todos, y ahora también a todas. Este juego, que en su forma inicial casi no requiere equipamiento ni habilidad, y cuyas reglas son también de una sencillez ridícula, es propenso a toda clase de perfeccionamiento y diferenciación. Por eso, representa un verdadero paraíso de la individualidad humana.

Como juego de equipo, el fútbol también crea grupos y comunidades formados por miembros cuyo principal cometido es poner en relación dinámica los objetivos, las capacidades y los puntos débiles de los demás con los suyos propios. Nadie, por muy tocado por la gracia que parezca, puede dominar por sí solo el juego sin los otros 21 presentes en el campo, y mucho menos contra ellos. Y, sin embargo, siempre son las actuaciones individuales llenas de genialidad las que dan al encuentro futbolístico sus auténticos grandes giros y sus momentos de belleza.

Un nosotros abierto

En forma de equipos nacionales, la apertura social inherente al juego repercute sobre la idea de nación. Esta apertura es un legado duradero de la Europa moderna, cuya antigua equiparación nacionalista entre pueblo y territorio nacional ha experimentado una fractura productiva y se ha transformado en un patriotismo de máxima inclusión gracias a las actuales selecciones nacionales, marcadas profundamente por la multiculturalidad. Es impresionante cómo la misma forma en que se celebrará el Campeonato Europeo de la UEFA 2021 (los partidos se disputarán en 11 ciudades, desde Glasgow hasta Roma, pasando por Sevilla y Bakú) subraya la diversidad regional prenacional del continente y su apertura geopolítica al Este. Las fronteras de Europa no son rígidas ni pueden definirse de manera estrictamente geográfica. El fútbol muestra como ningún otro medio que muy bien podrían llegar hasta Israel o Azerbayán.

Con ello concuerda también el hecho de que, en los 60 años transcurridos desde el primer campeonato europeo, haya habido campeones de todos los extremos del continente. Hemos tenido selecciones ganadoras de Escandinavia (Dinamarca en 1992) y, por supuesto, del sur de Europa (Italia y España varias veces); del oeste (Francia), el centro (Alemania, Checoslovaquia) y el este (Unión Soviética en 1960), así como de la verdadera cuna de la cultura en el sudeste (Grecia en 2004). Moraleja: en nuestra amplia diversidad, todo el mundo puede convertirse en campeón.

El espíritu de la utopía

La cultura de los estadios y los hinchas de fútbol, con su rico repertorio de insultos irónicos y autoelogios utópicos, su risueño desprecio por los jerarcas y los poderosos (“cerdos de tribuna”) y su glorificación orgiástica de las masas supuestamente desclasadas (“somos hinchas, hinchas asociales”) enlaza en una misma vieja línea europea de desarrollo con las épocas de subversión cultural de las Saturnales romanas o el carnaval medieval, con sus reyes bufones, sus gorros con orejas de burro y sus días enteros de borrachera. Y cuando, a mediados del siglo XIX, el flâneur y dandi metropolitano Charles Baudelaire resumía las experiencias estéticas fundamentales de la conciencia de la gran ciudad europea en la fórmula la modernité, c’est le transitorie, le fugitif, le contingent (la modernidad es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente), estaba definiendo también la experiencia específica del juego del fútbol, que en ese momento emergía como el pasatiempo de moda entre la juventud de las urbes continentales: siempre en ebullición, siempre fluido, imposible de capturar y fijar, con el obstinado esférico como comodín contingente permanentemente incontrolable.

Incluso para la estética posmoderna del vacío esencial, el absurdo fundamental y el fracaso necesario, el fútbol fue y sigue siendo un paso adelante. Al fin y al cabo, cuando uno se expone a él 90 minutos seguidos, el juego se caracteriza por una vacuidad y un aburrimiento verdaderamente épicos. En el fondo, no es más que un recital de la incapacidad permanente de 22 jugadores altamente capacitados de controlar y limitar la complejidad que ellos mismos producen de manera voluntaria. En otras palabras, se representa aquí lo que Heidegger denominó en su día Geworfenheit des Daseins (la condición humana de ser arrojado a la existencia en el mundo) en toda su crudeza y su comicidad existenciales. La mayoría de las jugadas no llegan a buen puerto, acaban en fuera de juego o con el balón fuera del terreno de juego. En palabras de Samuel Becket: “Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Vuelve a intentarlo. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. El fútbol es nuestra vida. Y es tanto más hermoso cuando, en el momento más inesperado, todo concuerda, y la buena fortuna del instante se manifiesta como lo que realmente es: un regalo contingente. Así, la libertad se experimenta como apertura gozosa a aquello sobre lo que nunca se podrá disponer.

Volver a casa

Precisamente los partidos sin público de la época del coronavirus demostraron que el fútbol practicado y escenificado profesionalmente en realidad es mucho más que un espejo de la sociedad, además de otras cosas. Es un subsistema extraordinariamente ágil en el que se muestra y se pone a prueba lo que sucederá más adelante en la sociedad. Las burbujas aisladas de los equipos muestran, por una parte, las condiciones extremas en las que sigue siendo posible la interacción física incluso en una situación de pandemia. El regreso de los aficionados a los estadios tal como se está produciendo estos días constituye la mejor expresión imaginable del final de la pandemia para la sociedad. Estamos de vuelta, juntos de nuevo, cuerpo con cuerpo, unidos en la alegría por la apertura de esta existencia en el mundo que el fútbol, como ningún otro juego, transmite y procura.

Precisamente en el momento de los grandes torneos, que atraen con su magia la atención de todo un continente, los estadios se convierten en lugares de una presencia real compartida y conmovedora que solo puede describirse adecuadamente con la terminología de los albores de la religión en Europa. En estos periodos extraordinarios, todo un continente se percibe y se saborea como unidad diferenciada de seres libres y fraternales. Y es posible que este año Inglaterra, la favorita, gane por primera vez el trofeo, y la tierra madre del fútbol pueda así reconciliarse políticamente con su identidad profundamente europea. Inglaterra vuelve a casa, a Europa. Ciertamente, sería mucho esperar. Aunque, por otra parte, no demasiado para este juego de verdaderos milagros ni para el continente de los hombres y las mujeres libres que una vez le dio la vida.

Wolfram Eilenberger es filósofo. Su último libro es El fuego de la libertad (Taurus).

Traducción de News Clips.

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