El destino en el retrovisor

El reto de la generación a la que pertenecen el Rey y el presidente del Gobierno pasa por abordar la actualización de los pilares sobre los que se asienta nuestro modelo territorial

Pedro Sánchez y Pere Aragonès se saludan en un acto en Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

Imaginen que emprenden un viaje en coche y el responsable de conducir decide afrontar el reto de llegar a destino tomando como única referencia lo que proyecta el retrovisor. ¿Se subirían confiados a ese coche? La pregunta sirve también para juzgar la acción política y resulta una metáfora útil para valorar la temeridad de quienes pretenden dirigir los asuntos públicos con firmas, manifestaciones y mucho aspaviento. De hecho, resulta desolador dejarse atrapar por dinámicas de movilización apoyadas en emociones que difícilmente contribuyen a resolver los problemas que ya existían antes de la pa...

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Imaginen que emprenden un viaje en coche y el responsable de conducir decide afrontar el reto de llegar a destino tomando como única referencia lo que proyecta el retrovisor. ¿Se subirían confiados a ese coche? La pregunta sirve también para juzgar la acción política y resulta una metáfora útil para valorar la temeridad de quienes pretenden dirigir los asuntos públicos con firmas, manifestaciones y mucho aspaviento. De hecho, resulta desolador dejarse atrapar por dinámicas de movilización apoyadas en emociones que difícilmente contribuyen a resolver los problemas que ya existían antes de la pandemia y que, una vez superada la inmunidad de grupo, volverán a escalar en la prioridad de la agenda política. El Gobierno sí debería, no obstante, redoblar esfuerzos para explicar el propósito, alcance y efectos de una medida de gracia como la que se estudia.

Lo hemos dicho en muchas ocasiones. También en esta columna. El reto de la generación a la que pertenecen el Rey y el presidente del Gobierno pasa por abordar la actualización de los pilares sobre los que se asienta nuestro modelo territorial, erosionado por evidentes incoherencias, ineficiencias y no pocos desencuentros. Hacerlo, conviene recordarlo, es un acto de responsabilidad que permitirá fortalecer el proyecto nacional y hacerlo sostenible en el tiempo. La cuestión catalana no es por tanto la razón que explica el empeño, sino el síntoma más radical de la erosión de un modelo que permitió consensuar un pacto de convivencia ahora deteriorado.

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Hoy urge avanzar en una lógica política marcada por el diálogo con Cataluña que nadie imagina, sin embargo, exenta de riesgos. Lo saben quienes están dispuestos a asumir el coste político de adoptar una medida controvertida como muestra de empatía hacia la legitimidad que representan las ideas de las personas que están privadas de libertad. El diálogo que se entable debería conducir a la negociación y, en el mejor de los escenarios, a un acuerdo que ensanche el espacio de entendimiento. El proceso no será fácil, ni espontáneo. Lo demuestra el conjunto de personas que muestran una profunda desconfianza, aunque muchas de ellas celebrarían un horizonte de reencuentro con Cataluña.

Todavía resulta muy prematuro imaginar un escenario final esperanzador cuando muchos trabajan con esmero para perpetuar el conflicto como fórmula de relación. Con todo, parece obvio que la función de un gobierno debe consistir precisamente en romper la lógica del desencuentro. La tarea requerirá de personas entrenadas en gestionar la complejidad, de vocación pragmática y con poco sentido de la épica. Si el proceso supera las resistencias iniciales y echa a andar ya habrá oportunidad de definir el contorno de ese potencial acuerdo y, en su caso, la forma jurídica que debería adoptar. La cuestión no es menor, pues determinará si somos todos los llamados a las urnas (reforma constitucional) o si solo lo hacen los catalanes (reforma del Estatuto). Hasta que esto ocurra, prestemos atención a aquellos que conducen el destino del país con los ojos puestos más allá del retrovisor.

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