La hora del proyecto y los detalles
Los indultos a los presos del ‘procés’ son el primer paso de un plan que el Gobierno tiene que explicar
Hay muchas historias vinculadas a la concesión de indultos, es una medida que opera sobre situaciones endiabladamente complejas y que a veces puede servir para encarrilar las cosas y otras, para torcerlas todavía más. Cada situación es nueva, y los episodios que sucedieron en el pasado, en contextos bien diferentes, de poco sirven p...
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Hay muchas historias vinculadas a la concesión de indultos, es una medida que opera sobre situaciones endiabladamente complejas y que a veces puede servir para encarrilar las cosas y otras, para torcerlas todavía más. Cada situación es nueva, y los episodios que sucedieron en el pasado, en contextos bien diferentes, de poco sirven para acertar con la fórmula idónea. Pueden ayudar, en todo caso, a identificar algunos hilos del embrollo. Manuel Azaña tuvo que lidiar con una de estas decisiones cargadas de dinamita. En agosto de 1932, el general Sanjurjo estuvo al frente del primer golpe de Estado que iba a sufrir la República, la asonada no prosperó y lo detuvieron cuando huía hacia Portugal. Fue condenado a muerte —eran otros tiempos—, y llegaron las peticiones de indulto. Cuenta la periodista Josefina Carabias que fueron muchos los políticos que consideraban que la República no podía “permitirse el lujo de perdonar al primer general que se subleva”. Azaña entendía, en cambio, que el lujo que no podía permitirse era “el de hacer mártires”.
Lo de Sanjurjo se había estado gestando desde unos meses antes y corrieron rumores de que algo podía estallar cualquier rato. Azaña lo adivinó en la actitud del general durante un acto en el que coincidieron unos días antes del pronunciamiento. En su diario apuntó que en su cara se advertía “una expresión preocupada, y en toda su persona un no sé qué de abrumado”. “Sanjurjo debe de estar pensando alguna diablura”, le dijo Azaña al presidente Alcalá-Zamora, pero no tenía ninguna prueba contra él para detenerlo. Cuando en Madrid se dispararon los primeros tiros, una profunda tristeza cayó como un golpe en el ánimo de Azaña. “Y lo que me dominaba era una especie de sonrojo por el escándalo que se daba. Volvíamos 100 años atrás”, escribió.
Azaña consiguió que el indulto saliese adelante, y Sanjurjo salvó el pellejo. Era uno de esos militares que vivía obsesionado con salvar la patria y que consideraba que gracias a los socialistas se estaba llenando de gente indeseable que creaba desórdenes, amenazaba a los propietarios y desafiaba a la Guardia Civil. Era de los que, erre que erre, iba a mantenerse firme en sus prejuicios. Tan convencido estaba de su misión salvadora que pidió que en la cárcel se le dejara llevar el uniforme de militar. La historia da giros: el Gobierno de Lerroux lo amnistió en 1933 y, en 1936, Sanjurjo fue el líder de otro golpe.
Cuenta el historiador Ángel Viñas en el catálogo de la reciente exposición dedicada a Azaña que el presidente mexicano Plutarco Elías Calles le envió un mensaje: “Si quiere evitar un baño de sangre y que la República se mantenga, fusile a Sanjurjo”. No lo hizo. Entendía que la República no podía ir por ese camino, y se la jugó. Siguió adelante con sus planes, como el de esa reforma efectiva que ajustó las tareas de los militares a las necesidades de un Estado democrático.
Los indultos que va a conceder el Gobierno de Pedro Sánchez son una buena señal de que, ante el reto de los independentistas catalanes, quiere volver a hacer política —y político es conceder indultos—. No pueden repudiarse sin más elevando un gesto a esa categoría donde algunos los han colocado, el de puntilla que va a destruir la patria, sea esta la que sea. Lo que sí es imprescindible, para entender ese paso, es que explique a fondo cada uno de los detalles de su proyecto.