Opinión

Abandonemos el cauce del desastre

En Perú se ha edificado esta disyuntiva espeluznante: dos amenazas a la democracia disputándose el título de mal menor como máxima aspiración nacional

Manifestantes protestan en los exteriores del Congreso peruano el 16 de noviembre de 2020. EFE/Aldair MejíaAldair Mejía (EFE)

Cada vez que el Fenómeno El Niño castiga al Perú se producen desbordes que arrasan con viviendas que ya habían sido destruidas por inundaciones previas. Nunca debieron ubicarse en zona de riesgo ni mucho menos volverse a levantar en el mismo lugar. Pero es ahí donde se erigen nuevamente, en el cauce mismo del siguiente desastre.

Similar homenaje a Sísifo hacen las elecciones presidenciales, que cada cinco años arrastran a una mayoría de peruanos a votar en segunda vuelta, no con la convicción o el entusiasmo del simpatizante, si...

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Cada vez que el Fenómeno El Niño castiga al Perú se producen desbordes que arrasan con viviendas que ya habían sido destruidas por inundaciones previas. Nunca debieron ubicarse en zona de riesgo ni mucho menos volverse a levantar en el mismo lugar. Pero es ahí donde se erigen nuevamente, en el cauce mismo del siguiente desastre.

Similar homenaje a Sísifo hacen las elecciones presidenciales, que cada cinco años arrastran a una mayoría de peruanos a votar en segunda vuelta, no con la convicción o el entusiasmo del simpatizante, sino con la angustia y el desamparo del damnificado. Como con las viviendas devastadas, nadie puede culpar al azar por la catástrofe, aunque esta reaparezca siempre como una maldición: otra vez el lodo hasta el cuello y otra vez el insano ritual de tener que entregar el voto a una opción que jamás se habría considerado apoyar de no enfrentar a otra que se percibe como una amenaza aún mayor.

Algo muy malo tenemos que estarle haciendo a la democracia para que una y otra vez nos someta al tormento de tan tirante disonancia cognitiva. No hay valores ni principios democráticos que alcancen a salir ilesos de estas contorsiones. No es fácil observar a Verónika Mendoza archivar la lucha por la igualdad de género para respaldar a Pedro Castillo —y al partido de misóginos liderazgos con el que ella misma rechazó antes aliarse—; ni a Mario Vargas Llosa levantar la bandera de la libertad con la que enfrentó por tres décadas al fujimorismo para hacerla flamear ahora alrededor de Keiko Fujimori. Pero es aún más difícil constatar que entre todos hemos edificado esta espeluznante disyuntiva: dos amenazas a la democracia disputándose el título de mal menor como máxima aspiración nacional; y dos mitades del país coreando fanáticamente la palabra Perú con visiones radicalmente opuestas detrás de ella.

Hay que entenderlo de una vez: el problema no es que el río experimente crecidas, sino que insistamos en la insensatez de llevar el enfrentamiento político hasta el borde mismo de su inestable cauce. En lugar de seguir retratando irresponsablemente al adversario como un temible enemigo de la patria, hay que saber reconocer la legitimidad de sus demandas y aspiraciones. No se equivocan quienes reclaman por un bicentenario de postergaciones. Tampoco quienes aspiran a la estabilidad y al crecimiento de la economía. Pero estamos todos equivocados si seguimos creyendo que la aspiración de unos solo puede alcanzarse aplastando a la de los otros.

No es un problema que afecte solo a los peruanos, por supuesto. La aguda polarización en Bolivia y Ecuador, como los estallidos en Colombia y en Chile, hablan de una región atravesada por similares tensiones. No ha sido el alza del pasaje en metro ni el impuesto a los combustibles ni la reforma tributaria ni la propia pandemia lo que realmente explica la magnitud de las protestas y la furia de su onda expansiva. Se trata, debajo de las costras de la corrupción, la impunidad y la ineficiencia estatal, de la insostenible coexistencia de islas de privilegios en un mar de precariedad de derechos.

Sí, es la desigualdad: la cicatriz distintiva de América Latina, nuestra “marca-región”. Pero no es ella en sí misma. Es el hecho de que aún tantos en nuestros territorios se mantengan por debajo de ese mínimo que la revuelta chilena ha señalado con el certero dardo de la palabra dignidad. Y es importante, y muy diciente, que esto haya ocurrido en Chile, cuyo desempeño en las últimas décadas ha exhibido resultados positivos y hasta envidiables; pero, a la luz de tan generalizado malestar, insoportablemente insuficientes.

La ruta que en distintos países venimos recorriendo está inclinando peligrosamente a compatriotas contra compatriotas y convirtiendo a la democracia en un enloquecido monstruo que se devora a sí mismo. La creciente apuesta por visiones extremas se vende como la salida fácil a todos estos males, pero no es más que un atajo falaz cuyo precio escondido somos todos nosotros.

Hay un gesto reciente, sin embargo, que sugiere la posibilidad —y la necesidad— de otro camino. El encuentro de los en otros tiempos enfrentados puños de Cardoso y de Lula, como señal de que no es fácil pero sí indispensable acercarse desde orillas que, aunque opuestas, reconocen la urgencia de superar diferencias y escuchar a las mayorías sin necesidad de sacrificar en el proceso los principios y valores de nuestra hoy amenazada democracia. Esa debe ser nuestra apuesta.

Salvador del Solar es cineasta, actor y abogado. Fue presidente del Consejo de Ministros del Perú y ministro de Cultura.

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