Madrid, ¿capital federal?

El sistema institucional de España carece de características básicas para evitar la competencia de la capital con los territorios y equilibrar la concentración de poder

La sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, en la puerta del Sol.Pablo Monge

Entre las reacciones suscitadas por los resultados del 4-M, se repite la afirmación de que “Madrid no es España”. Desde la izquierda y desde la periferia, es razonable aferrarse a ella para esquivar extrapolaciones engañosas y protegerse frente a tentadoras depresiones. Porque es cierto que ni la estructura económica de la comunidad madrileña, ni su composició...

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Entre las reacciones suscitadas por los resultados del 4-M, se repite la afirmación de que “Madrid no es España”. Desde la izquierda y desde la periferia, es razonable aferrarse a ella para esquivar extrapolaciones engañosas y protegerse frente a tentadoras depresiones. Porque es cierto que ni la estructura económica de la comunidad madrileña, ni su composición social, ni su no tan nueva identidad político-cultural se reproducen en otros territorios. Bien lo saben los habitantes de quienes pueblan todavía la España vaciada, cuyas voces se han hecho sentir con fuerza creciente.

Son incontestables los datos que revelan diferencias entre las 17 comunidades autónomas. Son diferencias que dan lugar a una variedad de comportamientos políticos y electorales. Pero existe una condición singular que distingue a la capital del Estado y a su hinterland inmediato de las otras comunidades. En la comunidad madrileña se da una concentración excepcional de instituciones públicas, con la consiguiente población de empleados y funcionarios que las gestionan y trabajan para ellas.

Los datos son contundentes. Los exponía Pablo Allende en un interesante artículo. Ministerios, agencias estatales, autoridades independientes, organismos autónomos y entidades públicas empresariales tienen sus sedes centrales en Madrid. El personal ocupado en estas sedes centrales constituye una fracción muy elevada —un 40%— del total de sus empleados públicos y por lo mismo de la población activa madrileña. Este 40% contrasta con el 15% que presentan como media las demás comunidades autónomas. Mucho más lejos todavía están el 8%, 9% y 10% de Cataluña, País Vasco y Navarra, respectivamente.

Ello significa que más de un tercio del personal de las instituciones estatales reside en la Comunidad de Madrid, cuya población no llega al 15% de la población española. Esta desproporción aumentaría si se computaran también los trabajadores de los órganos constitucionales y de las sociedades, consorcios y fundaciones estatales que no incluye la estadística facilitada por el Ministerio de Política Territorial y Administraciones Públicas. El efecto sociopolítico de esta estructura de la población activa no puede ser ignorado. Más todavía si se le añade el entorno familiar correspondiente.

Esta densidad de instituciones públicas ejerce, como sabemos, una potente atracción sobre la actividad económica privada. Actúa como imán para la instalación de empresas de todo tipo y, en particular, de las que mantienen especiales relaciones con el poder político por ser proveedoras de servicios de interés general, concesionarias y contratistas. El artículo citado informa también sobre este efecto imán, al señalar que Madrid alberga más del 50% de las empresas con más de 5.000 asalariados y algo más del 40% de las que tienen entre 1.000 y 5.000 trabajadores. Tal como subraya Allende, es una dinámica que ha agravado la desigualdad de recursos y de oportunidades entre habitantes del país.

Esta acelerada concentración territorial de poder económico se ha visto paradójicamente acompañada de una apreciable descentralización de poder político que ha permitido a algunos observadores proclamar la “federalización” de España. Prácticamente consumada según algunos. Para otros, como proyecto en marcha de realización más o menos inmediata. Pero un examen más preciso de esta presunta “federalización” revela diferencias de envergadura entre la configuración territorial del Estado autonómico y las federaciones clásicas. En ellas, la federación no suele intervenir en la elaboración de las constituciones de las unidades federadas. En cambio, la constitución federal se aprueba y se reforma con intervención de aquellas unidades. Dichas unidades cuentan con poder judicial y hacienda propios. Un Senado permite a las unidades federadas intervenir en el proceso legislativo federal. A esta enumeración de importantes diferencias puede replicarse que no hay modelo único de federación y es cierto. Pero sí existe un esquema federal básico con características esenciales que no se dan en el caso español.

Con cierta benevolencia, podríamos aceptar que España es una “federación inacabada”, como se ha escrito en ocasiones. Si así fuera, ¿es posible avanzar en su construcción y culminarla efectivamente? No se percibe por ahora ni una enérgica voluntad política para impulsarla ni un amplio apoyo popular para sostenerla. Los obstáculos en el camino de la federalización son innegables y poderosos. Entre ellos, la solidez berroqueña que exhibe la concentración madrileña de poder institucional, económico y mediático.

Si la política comparada sirve de algo, no estará de más recordar qué ciudades ostentan la capitalidad en las federaciones más asentadas: Berna, Washington, Ottawa, Canberra. Todas ellas ciudades menores, sin capacidad para desequilibrar a su favor el sistema político-económico de la federación. Ni siquiera Berlín acumula una concentración de instituciones y empresas comparable a la de Madrid. Tal vez sea falta de imaginación por mi parte. Pero, por todo lo dicho, me cuesta imaginar a Madrid como capital federal. Con independencia de sus resultados electorales y del partido que la gobierne.

Josep M. Vallès es catedrático emérito de Ciencia Política de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB).

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