Antonio Caro: la rebelión de las imágenes
El artista colombiano produjo una obra tipográfica, instalativa y conceptual que señala los generadores de la violencia del país
Antonio Caro, fallecido este lunes, fue uno de los artistas críticos de la escena colombiana de las décadas de 1970 y 1980. Su obra se alimenta de la tradición política que emerge en el arte bogotano a finales de los años cuarenta. Por entonces, una revuelta popular conocida como El Bogotazo, el 9 de abril de 1948, provocó un giro en la tradición moderna: ahora los artistas no podrían quedarse callados ante las balas y los muertos de las calles, ni ante el orden represivo. A dife...
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Antonio Caro, fallecido este lunes, fue uno de los artistas críticos de la escena colombiana de las décadas de 1970 y 1980. Su obra se alimenta de la tradición política que emerge en el arte bogotano a finales de los años cuarenta. Por entonces, una revuelta popular conocida como El Bogotazo, el 9 de abril de 1948, provocó un giro en la tradición moderna: ahora los artistas no podrían quedarse callados ante las balas y los muertos de las calles, ni ante el orden represivo. A diferencia del resto de América Latina, en Colombia no hubo grandes dictaduras, pero sí un esfuerzo soterrado por mantener el status quo sin importar el costo. Las consecuencias se sienten intensamente en el presente: las guerrillas, el paramilitarismo y el narcotráfico, así como la persistencia del llamado “arte de la violencia”, quizá la tradición cultural más perdurable de la República.
Antonio Caro, a diferencia de los artistas modernos precedentes, produjo una obra tipográfica, instalativa y conceptual que no se valía de la representación directa de los acontecimientos para dar “testimonio” o hacer un “documento”; tampoco quiso producir obras “únicas” para decorar casas de coleccionistas (lo que sí ocurría con cierta pintura de violencia como la de Alejandro Obregón) ni le interesaban los medios tradicionales como la pintura. Caro prefería señalar, con sencillos juegos de palabras, con la yuxtaposición de símbolos, con la ambigüedad, el humor y el sarcasmo (heredado de otro artista conceptual, su maestro Bernardo Salcedo), los generadores de la violencia del país: la tenencia de la tierra, la desigualdad en el campo, la represión política, la penetración estadounidense y el “problema del indio”.
Para esto, Caro producía sus obras a través de métodos cuasi-industriales como el cartel tipográfico, la litografía o la impresión offset, que le ofrecían tiradas mayores que los métodos de grabado habituales como el aguafuerte, preferido por otros artistas políticos como Luis Ángel Rengifo. Esto parecía alinearse con cierto espíritu que sobrevolaba el arte político del continente y que vemos en los artistas Juan Carlos Romero de Buenos Aires, Clemente Padín de Montevideo o Adolfo Bernal de Medellín. Estos métodos de producción pugnaban con la idea de unicidad predominante en el mercado del arte y apostaban por la circulación libre y gratuita del objeto artístico, especialmente del objeto crítico. El artista Miguel Ángel Rojas, amigo de Caro y compañero de estudios en la Universidad Nacional de Colombia, afirma que “el gran aporte de Antonio fue basar su obra en el pensamiento antes que en el oficio: él continuó limpiamente la actitud del artista Bernardo Salcedo quien nos enseñó a pensar estableciendo de esa manera una línea impecable en el arte conceptual”. Por su parte, el artista Álvaro Barrios nos recuerda que, en la sede del Museo de Arte Moderno en la Universidad Nacional, Caro “siguió muy de cerca el desarrollo del arte colombiano de ese momento, que transitaba del arte moderno al arte de ideas, cuando se fijaron las bases del conceptualismo en nuestro país. Allí pudo ver de cerca la obra de pioneros como Feliza Bursztyn, Beatriz González y también mi trabajo”.
Una cronología de Caro no debería pasar por alto al menos tres proyectos: (i) Colombia (1976), en el que escribió el nombre del país con letras de Coca Cola (en dibujo, litografía, serigrafía y esmalte) lanzando una crítica al consumismo y a la creciente penetración estadounidense en la sociedad colombiana. Al respecto, el historiador Álvaro Medina nos cuenta: “yo vivía en Manhattan cuando Caro dio a conocer su Colombia Coca Cola y soñaba con verla colgar, bordada en un pendón de cinco por dos metros, en la fachada de algún edificio de la calle 57 o de Madison Avenue, porque era mucho más potente que muchas de las obras que allí se exhibían. Caro supo cuestionar la relación de dependencia que, por consentimiento, tenemos con los Estados Unidos, dependencia que el narcotráfico ha terminado por afianzar de la peor manera. Los delincuentes de acá dependen de los delincuentes de allá y nuestros gobiernos también dependen del Gobierno de allá. Círculo vicioso. Caro tenía la razón”.
Por su parte, (ii) en la serie Todo está muy caro, el artista juega con su apellido y con un reclamo económico ciudadano. Finalmente, (iii) Caro recreó la firma del líder indígena Manuel Quintín Lame (1880-1967), encarcelado y torturado de forma injusta. La firma de Quintín Lame empleaba el rubricado característico de las firmas de los conquistadores sincretizado con los glifos indígenas. Caro se apropió de esta firma para, como dice el crítico uruguayo Luis Camnitzer, “revitalizar el poder de la letra de Quintín Lame y obligar a la conciencia de que Colombia todavía tiene historias que no han terminado”.
Aunque los años 70 son la época de moda entre los historiadores y el mercado del arte, y es el período intensamente revalorado durante la última década, no es el único momento en el que trabajó Caro. La crítica colombiana Carolina Ponce de León nos recuerda que “aunque suelen resaltar el aporte de Caro al arte conceptual de los años 70, para mí, su visión fue más allá de ese legado con sus talleres de creatividad que anticiparon las prácticas artísticas basadas en la colaboración y en el intercambio de saberes. Trabajé con él por primera vez en la exposición Ante América que curé junto con Gerardo Mosquera y Rachel Weiss en 1992, para la que Caro preparó una receta antigua de dulce de papayuela en una gran olla de barro para 500 invitados, un manjar que ha resistido las múltiples fuerzas coloniales de la historia colombiana. Él diseñó un volante con la receta y lo repartió entre todos cumpliendo una suerte de justicia histórica, afirmada con un gesto activista, generoso y poético”.
A pesar de los numerosos textos que historiadores y curadores han dedicado al trabajo de Caro, muchos pasajes de su vida personal continúan siendo un misterio para el gran público. Y este misterio contrasta con la visibilidad y significación que el artista ha ganado en el arte latinoamericano de la última década. Esta posición aparentemente contradictoria (la de un artista del que, en lo personal, conocemos tan poco, pero que a la vez es tan visible), unido a su aspecto deliberadamente desaliñado y a su desparpajo para enfrentar contradictores, ha ayudado a alimentar toda suerte de leyendas. Ponce de León rememora que, cuando conoció a Caro en 1980, “él ya tenía una reputación mítica por una cachetada pública que le había dado a un crítico de arte y por la escultura de una cabeza de sal que hizo del presidente Carlos Lleras y que dejó derretir en una urna llena de agua durante un Salón Nacional de Artistas. El rumor era que había que temerle”.
En la escena colombiana lo recuerdan además como una persona ubicua y, a lo mejor, en esta percepción (que no es anecdótica) residía su gran performance vital. Juan David Correa, director literario de Planeta Colombia, evoca lo fácil que era encontrarse con Caro en cualquier esquina, incluso varias veces en un mismo día; la curadora María Wills le recuerda como “un caminante, lejos del ideal del artista ‘exitoso’ del siglo XXI”; y Luis Camnitzer, en su artículo Antonio Caro: guerrillero visual (1995), extrapoló el carácter subversivo de su obra a su performance cotidiano cuando afirmó –en un texto que podría ser el epitafio del artista–: “No puedo jurarlo, pero creo que vive con una mochila pegada a la espalda. Creo que no ‘posee’ cosas, que tiene el poder de ubicuidad y que no envejece (a través de los años lo he visto en distintas ciudades de Colombia, sin razones aparentes para estar, sin cambios visibles). La despreocupación por su propia imagen lo convirtió en una especie de ícono que nos da una clave de su obra. Su arte carece del fetichismo típico de las obras de las galerías, la vanidad fue expulsada de su mundo y en ese mundo, Caro no es más que otra obra más”.
Halim Badawi es crítico y curador de arte.
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