Soplar y sorber

Los partidos populistas que llegan al Gobierno se institucionalizan. Y para no volverse escleróticos y no perder garra, están a la vez en el Gobierno y en la oposición

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras la firma del pacto de gobierno, en el Congreso de los Diputados, el 30 de diciembre de 2019.Jaime Villanueva

No es extraño que Unidas Podemos ejerza la oposición desde el Gobierno. Es una estrategia común. Tras la Gran Recesión y el surgimiento de los populismos, pocos líderes quieren ser establishment. Prefieren ser insurgentes, tener la épica de la disidencia. Los partidos populistas que llegan al Gobierno se institucionalizan. Y para no volverse escleróticos y no perder garra, están a la vez en el Gobierno y en la oposición. Cuando no es posible cambiar algo desde el poder, uno puede culp...

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No es extraño que Unidas Podemos ejerza la oposición desde el Gobierno. Es una estrategia común. Tras la Gran Recesión y el surgimiento de los populismos, pocos líderes quieren ser establishment. Prefieren ser insurgentes, tener la épica de la disidencia. Los partidos populistas que llegan al Gobierno se institucionalizan. Y para no volverse escleróticos y no perder garra, están a la vez en el Gobierno y en la oposición. Cuando no es posible cambiar algo desde el poder, uno puede culpar a fuerzas que están fuera de su alcance. En la oposición, Pablo Iglesias decía que si estuviera en el Gobierno la luz no subiría durante las olas de frío. En el Gobierno, sostiene que el problema es más complejo de lo que parece.

Esta estrategia de ser establishment y antiestablishment a la vez la han perfeccionado durante años los nacionalistas catalanes. Gobiernan desde hace décadas la Generalitat pero siempre conservan un aura insurgente porque se enfrentan al statu quo del Gobierno central. Son el poder y, a la vez, el azote del poder.

Es comprensible que en los gobiernos de coalición haya tensiones. Los socios compiten por promocionar sus políticas y atribuirse los logros de la coalición. Es una batalla constante. El problema de la coalición entre el PSOE y Unidas Podemos, que tiene poco más de un año, es la desigualdad entre socios. Está muy claro quién manda. El PSOE tiene 120 diputados. Unidas Podemos, 35. Y no solo eso. El PSOE tiene una intención de voto del 30%, frente al 11% de Unidas Podemos. Y en las elecciones catalanas el PSOE obtuvo el 23% de los votos, frente al 7% de su socio de Gobierno.

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Sin embargo, Unidas Podemos finge gobernar como si estuviera en igualdad de condiciones. Sus ministerios tienen poca importancia y presupuesto (algunos son secretarías de Estado o incluso direcciones generales reconvertidas en ministerios), y la vicepresidencia de Pablo Iglesias es esencialmente simbólica. Pero en la batalla por los marcos eso no importa. Lo que importa es no desaparecer del debate público.

El partido ha propuesto recientemente un control democrático de los medios, nacionalizar las eléctricas y las farmacéuticas o crear un Amazon público. Iglesias ha dicho que en España “no hay plena normalidad democrática”. Son declaraciones que recuerdan al Podemos clásico, el que hablaba de oligarquías y el “régimen del 78”, y que chocan con el PSOE. Pero le permiten distinguirse y aparecer en medios y redes. Es una estrategia arriesgada. Pedro Sánchez ha sido capaz de neutralizar a toda la oposición. Al inflar a Vox, consiguió acabar con Cs y sumergir al PP en una crisis de identidad. Y al proclamarse única opción de izquierdas anuló a Unidas Podemos, que ha estado un año sobreviviendo con la respiración artificial del Gobierno de coalición. Sin Sánchez, Unidas Podemos no podrá existir. Pero eso, al mismo tiempo, supondrá la muerte de Unidas Podemos.

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