Estados Unidos y China pueden entenderse
La convivencia entre las dos potencias es clave para la paz y prosperidad de la humanidad del siglo XXI. Ambas deben pactar nueva reglas de juego sin imposiciones y sin renunciar por ello a sus principios
Cuando llegue el momento de valorar el legado del nuevo presidente de EE UU, Joe Biden, una variable tendrá un peso enormemente significativo: las relaciones que haya forjado su Administración con China. La competición entre ambas potencias se ha convertido en la gran envolvente de l...
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Cuando llegue el momento de valorar el legado del nuevo presidente de EE UU, Joe Biden, una variable tendrá un peso enormemente significativo: las relaciones que haya forjado su Administración con China. La competición entre ambas potencias se ha convertido en la gran envolvente de la geoestrategia global, pero los términos en los que se producirá distan mucho de estar irrevocablemente definidos. Pese a su más que evidente rivalidad, EE UU y China están condenados a entenderse y, a buen seguro, Biden actuará con mayor pericia, responsabilidad y altura de miras que su predecesor. De que Washington y Pekín consigan encarrilar su relación bilateral dependerán, en gran medida, la paz y la prosperidad de la humanidad en el siglo XXI.
La cooperación entre EE UU y China es indispensable para resolver los grandes desafíos globales, desde el riesgo latente de un holocausto nuclear hasta el cambio climático, pasando por el terrorismo internacional, la proliferación de armas de destrucción masiva o las pandemias. La competición es ineludible en el comercio, la tecnología, el espacio, el deporte olímpico, o en muchos otros ámbitos. Para que discurra adecuadamente, las dos potencias deben consensuar las reglas del juego, en vez de que cada una intente imponer las suyas a la otra. Identificar cauces multilaterales que permitan renovar la OMC y la OMS es particularmente urgente. También lo es fijar normas para el ciberespacio que prevengan operaciones masivas de piratería electrónica como la descubierta hace escasas semanas en EE UU, y que parece haber sido obra de Rusia.
Una relación construida sobre la cooperación y la competición ha de excluir la confrontación abierta iniciada por Donald Trump y sus halcones. Caricaturizando a China como amenaza existencial, la Administración Trump inició una verdadera guerra arancelaria y tecnológica contra el gigante asiático. Inevitablemente, China devolvió golpe por golpe. En una carta abierta publicada en 2019, 100 de las mejores cabezas en materia de política exterior y de seguridad estadounidense advirtieron de los peligros de esta deriva, afirmando rotundamente que “China no es un enemigo”. Tratándola como tal se destruye la confianza estratégica y se la termina convirtiendo en uno. Como advierten Jake Sullivan (consejero de Seguridad Nacional de Biden) y Kurt Campbell (designado coordinador de la Casa Blanca para el Indopacífico), este círculo vicioso bien pudiera conducir a la catástrofe.
En 1963, cinco meses antes de su muerte, el presidente John F. Kennedy pronunció uno de sus discursos más memorables. Tras haber visto, el año anterior, cómo la crisis de los misiles de Cuba abría un abismo ante sus pies, JFK llegó al convencimiento de que competir pacíficamente con la Unión Soviética era un imperativo categórico. En su discurso, que se apoyaba sobre nociones elementales de solidaridad humana, habló de la paz como “el fin racional de los hombres racionales”. Como bien sabía Kennedy, la “destrucción mutua asegurada” no es una garantía absoluta si se toma el camino de la confrontación. Aunque el contexto actual sea muy distinto a la Guerra Fría, tanto EE UU como China deberían tomar hoy buena nota y encontrar un modus vivendi antes de que se abra un nuevo abismo ante sus pies.
A este respecto, resulta fundamental que la promoción de la democracia y los derechos humanos —en la que Biden insiste acertadamente— se lleve a cabo con serenidad, coherencia y sensatez. Los esfuerzos por salvaguardar un modelo liberal y democrático de gobernanza son imprescindibles, así como los que se encaminan a impedir graves violaciones de derechos humanos. Pero tratar de imponer ciertos valores o conductas a los demás mediante “cambios de régimen”, como el que parecían querer auspiciar en China altos cargos de la Administración Trump, es algo muy distinto. Además, el auténtico compromiso con dichos valores no se demuestra esgrimiéndolos oportunista y selectivamente, como pasó en el mandato de Trump.
En su espléndido libro On China, el antiguo secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional estadounidense Henry Kissinger detalla el acercamiento que contribuyó a fraguar entre su país y China hace casi 50 años. Kissinger recuerda que Richard Nixon, en el primer viaje de un presidente estadounidense a la China comunista en 1972, le dijo al primer ministro Zhou Enlai: “Ustedes creen firmemente en sus principios, y nosotros creemos firmemente en los nuestros. No les pedimos que renuncien a sus principios, como ustedes no nos pedirían que renunciásemos a los nuestros”. Añade Kissinger: “Si la adopción de los principios estadounidenses de gobernanza se convierte en la condición central para el progreso en todas las otras áreas de la relación, el bloqueo es inevitable”. Esta conclusión conserva hoy plena vigencia.
Llevan razón quienes sostienen en EE UU que el mejor modo de fomentar la democracia y los derechos humanos es predicar con el ejemplo, como subrayó el propio Biden en su toma de posesión. Eso pasará por que el país se recupere de los atropellos perpetrados por Trump —que culminaron hace unos días en el deplorable asalto al Capitolio—, recuperando los valores de convivencia cívica. Avanzar en esta dirección permitiría a EE UU reforzar su devaluado “poder blando”, que ha representado históricamente uno de los principales pilares de su influencia en el exterior.
Asimismo, Biden es consciente de que resulta contraproducente forzar a países terceros a elegir bandos, como Trump intentó en ocasiones. La gran mayoría de Estados dependen tanto de Washington como de Pekín, ya sea en términos económicos o de seguridad, con lo que prefieren mantenerse al margen de cualquier contienda y explorar compatibilidades. Los vecinos de China en la región de Asia-Pacífico desean que EE UU mantenga su presencia en la misma, pero no han renunciado a firmar junto con China un acuerdo comercial de enorme calado (el mayor del mundo si nos atenemos a la población y el PIB que cubre, y el primero que logra unir a China, Japón y Corea del Sur). Por su parte, la UE ha concebido ya una ambiciosa agenda de colaboración con la Administración Biden, plenamente compatible con poner en práctica su “autonomía estratégica”, como acaba de hacer la Comisión al alcanzar un importante acuerdo de inversiones con China. Biden y su equipo aspiran a encontrar un marco de coexistencia pacífica con China, y ello precisará un fino ajuste entre principios y realidades. A ambos países les interesa aprovechar la oportunidad de dejar atrás estos años marcados por el regate corto y las tensiones estériles. Tomando prestada la terminología que se hizo popular a raíz de la crisis financiera de 2008, las relaciones entre EE UU y China son “demasiado grandes para quebrar”: que su deterioro continuase acarrearía riesgos totalmente inasumibles para los dos países y para el mundo entero. Aunar la competición y la cooperación no siempre será sencillo, pero la nueva Administración estadounidense está sobradamente capacitada para salir airosa de esta prueba de fuego.
Javier Solana es distinguished fellow en la Brookings Institution y presidente de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics. Eugenio Bregolat fue en tres ocasiones embajador de España en China (1987-1991, 1999-2003, 2011-2013). También fue embajador en Rusia de 1992 a 1997. Es autor de La segunda revolución china y miembro superior de EsadeGeo-Center for Global Economy and Geopolitics.
© Project Syndicate, 2021.