Columna

La guerra de la solidaridad

La crisis derivada de la pandemia también ha limitado la acción de ONG y agencias internacionales. La prioridad coyuntural de la salud o la ayuda social no debe preterir necesidades de antiguo, como la cooperación al desarrollo

El presidente Donald Trump en Dallas (EE UU), el pasado 11 de junio.Alex Brandon (AP)

Cuando el 30 de mayo Trump anunció que EE UU ponía fin a su relación con la OMS, añadió que la aportación a la agencia de la ONU se redirigiría “a otras necesidades urgentes de salud pública” en el mundo. El penúltimo clavo en el ataúd del multilateralismo empañó esa letra pequeña, y pocos repararon en ella, sin apuntarse la declaración de intenciones para un...

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Cuando el 30 de mayo Trump anunció que EE UU ponía fin a su relación con la OMS, añadió que la aportación a la agencia de la ONU se redirigiría “a otras necesidades urgentes de salud pública” en el mundo. El penúltimo clavo en el ataúd del multilateralismo empañó esa letra pequeña, y pocos repararon en ella, sin apuntarse la declaración de intenciones para una futura rendición de cuentas si el mandatario resulta reelegido en noviembre.

EE UU es el país más solidario del mundo, el más comprometido económica, social y personalmente en actividades filantrópicas, según el World Giving Index, pero está por ver, en una etapa de necesidades acuciantes en todos los órdenes —casi tantas como cálculos políticos y electoralistas—, si el anuncio se queda en brindis al sol o remedia alguna de las muchas carencias del planeta. La primera es el acceso al agua: ¿cabe imaginar el oportuno lavado de manos para evitar contagios en un slum de Calcuta o Nairobi, o en un arrabal de Tegucigalpa? Parece un planteamiento menor, pero es, o debería ser, un imperativo vital.

El coronavirus también ha puesto patas arriba el tercer sector y la cooperación internacional. Los múltiples frentes de la solidaridad, desde la emergencia al desarrollo, se ven sacudidos por la crisis, con recortes de fondos y subvenciones, y ni siquiera el drama más acuciante —la crisis humana provocada por la guerra en Yemen, por ejemplo— se ha visto consistentemente aliviado, dados los escasos resultados de la última conferencia de donantes.

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La disrupción de los programas de vacunación por culpa de la pandemia ha puesto a 80 millones de niños en riesgo de sufrir enfermedades potencialmente mortales pero evitables como la difteria, el sarampión o la polio. En la República Democrática del Congo, dos brotes coetáneos de ébola se suman hoy al último de sarampión y a los casos de coronavirus, además de las enfermedades habituales: malaria, VIH, tuberculosis.

Aunque la salud pública sea la prioridad, la pandemia no debería desviar nuestra atención de otras iniciativas, como la acción social —hará falta una intervención descomunal para paliar el hambre y mitigar los daños en las economías domésticas— y la medioambiental —incluida la defensa de los hábitats indígenas, tan afectados por el virus—, además de la cooperación al desarrollo, esa que levanta letrinas o sistemas de saneamiento, que invierte en salud. No son compartimentos estancos, apostar como prioridad coyuntural por una no excluye preterir las otras. Así que huelga enfrentar intereses, porque todas suman para que una circunstancia tan adversa como la covid-19 no perpetúe aún más tantos déficits estructurales.

Por cierto, adivinen cuál es el último país en el escalafón de la solidaridad, según el World Giving Index. China. Aunque solo fuera en esto, Trump ya tendría una batalla ganada, si es que de ganar guerras, más que de construir futuro, se trata.

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