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INAI
Columna
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¿INAI o barbarie?

El desenlace por la desaparición del instituto de transparencia no es dicotómico ni fatal: quienes profetizan que su aniquilación traerá la barbarie exageran

Las instalaciones del INAI vandalizadas antes de la discusión en el Senado de su desaparición.
Las instalaciones del INAI vandalizadas antes de la discusión en el Senado de su desaparición.Rogelio Morales Ponce/Cuartoscuro
Vanessa Romero Rocha

A semanas de asimilar que el Poder Judicial será devorado, nos llega otra noticia de similar sustancia: el INAI (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales) —el custodio del derecho a la información pública y datos personales— también se esfumará del mapa. Ambos avanzan, con culpa, hacia el fuego. Nada les costaba haber sido mejores. Atenuar de cuando en cuando sus muchos errores.

En la mañanera del jueves, Raquel Buenrostro dejó caer la masticada idea: la Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno que ella lidera asumirá para sí el don de la transparencia.

—¿Qué dijo? —preguntan los sorprendidos.

—Que la información pública será confiscada por la opacidad gubernamental —contestan los unos.

—Que desaparecerá el vehículo, mas no el pasajero —responden los otros—. La fulminación del organismo, aseguran, no impedirá el ejercicio del derecho.

El desenlace por la desaparición del INAI no es dicotómico ni fatal: quienes profetizan que su aniquilación traerá la barbarie exageran. Los que juran que, sin un organismo constitucionalmente autónomo, la información pública se ocultará, se equivocan. Aquellos que le imputan al instituto el superpoder exclusivo de proteger el conquistado derecho mienten.

Sostengo que la desaparición del INAI es tanto posible como deseable. Afirmo también que su hora aún no ha llegado. Una muerte inminente pero no inmediata.

Desconcentración: Ctrl + Z

A finales del milenio, la desmesurada fuerza de un Poder Ejecutivo sin legitimidad democrática sedujo a México a aniquilar el poder público. Pulverizar es la palabra. Con ello, varias tareas estatales —la competencia económica, la supervisión de las telecomunicaciones y la transparencia— fueron rematadas al mejor postor. Terceros exaltados con efervescente entusiasmo.

Tal atomización, además de debilitar al Estado y fragmentar sus capacidades, engendró núcleos paraestatales de mando. Esos espacios —quesque legitimados técnicamente—, se transformaron en albergues de élites que, desde aquel entonces, ya pronosticaban su derrota. Un pomposo escondite contra la irrelevancia.

Hoy, con un Ejecutivo federal ataviado en vigorosa legitimidad democrática —conscientes de los altos costos de estructuras de gobernanza redundantes—, se plantea presionar control zeta. Ser un país normal. Un país común y corriente donde ejercer derechos no requiera archipiélagos, sino árbitros. El réferi por excelencia: el Poder Judicial.

En ese sentido, la reforma enviada por Andrés Manuel López Obrador al Congreso el pasado aniversario constitucional, establece que la Carta Magna deberá poner freno a la proliferación de organismos que descentralicen y desconcentren la actividad estatal. La apuesta es clara: un Estado más eficiente sin estructuras paralelas que dupliquen su engranaje.

La autonomía: una singularidad

El INAI y su autonomía son una anomalía. En países —digamos, ordinarios— es el Poder Judicial el que garantiza el cumplimiento de las leyes de acceso a la información pública.

En Estados Unidos, por ejemplo, está la Freedom of Information Act (FOIA), una ley que obliga a las agencias federales a divulgar su información a cualquier persona que la solicite. Si pides la información y te la niegan, puedes presentar una apelación dentro de la misma agencia. Si la negativa persiste, lo delatas ante un tribunal. Simple, directo. Sin añadirle al Estado una quinta rueda. Así funciona también en la mayoría de los países latinoamericanos, como Colombia: si la autoridad no revela información, será el Poder Judicial mediante una tutela o la Procuraduría General de la Nación la que salga al rescate. Nada de redescubrir el agua tibia.

En México, el mecanismo torció el rabo cuando se aceptó que nuestro sistema de justicia era —y sigue siendo— un desastre. Aquello hizo que externalizar la tarea a un tercero “especializado” pareciera sensato: un forastero contratado para la obra. Prometió independencia y especialización. Entregó pérdida de control y malos hábitos.

Hoy —habiendo superado el vacío democrático que engendró el entuerto— es posible plantearnos que el Poder Judicial retome su quehacer. Tal integración sería armónica con los criterios interamericanos que requieren que el derecho a la información cuente con un recurso que permita su plena satisfacción.

Además, la intervención del tercer poder garantizaría que la Administración Pública Federal no se convierta en juez y parte. Que la decisión final sobre ocultar o revelar un expediente no recaiga en manos de Raquel Buenrostro.

Poder Judicial en obras

Con todo, no podemos ignorar el obstáculo evidente: el Poder Judicial sigue en construcción. Disculpe las molestias que esto le ocasiona. Para confiarle la protección de un derecho tan frágil, habremos de concluir felizmente la remodelación del nuevo guardián con más amplios alcances.

Cierro. La supervivencia de la democracia mexicana y el derecho a la información no dependen de la existencia del INAI. La brújula del nuevo régimen es clara y goza de un respaldo popular indiscutible. Sin embargo, deberá avanzar con cautela hacia la siguiente casilla, un destino tanto posible como deseable: un país normal sin poderes paralelos ni refugios autónomos.

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