Politizar la justicia

Así como la Suprema Corte de Estados Unidos alguna vez fue la imagen de lo que deben ser las supremas cortes, hoy debería ser advertencia de los peligros de politizar la justicia

Vista de la Corte Suprema de Estados Unidos el 30 de julio de 2024 en Washington.Kevin Dietsch (Getty Images)

La Suprema Corte de Estados Unidos fue alguna vez uno de los tribunales más prestigiosos del mundo. Su diseño influyó en la construcción de las cortes de otros países, sus decisiones motivaron nutridas discusiones y su presencia en la cultura le valió ser parte de series y películas que han moldeado nuestra imagen de lo que es una suprema corte. Sin embargo, este prestigio ha sido reemplazado por fuertes cuestionamientos provocados por su evidente politización.

Los escándalos provocados por sus recientes ...

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La Suprema Corte de Estados Unidos fue alguna vez uno de los tribunales más prestigiosos del mundo. Su diseño influyó en la construcción de las cortes de otros países, sus decisiones motivaron nutridas discusiones y su presencia en la cultura le valió ser parte de series y películas que han moldeado nuestra imagen de lo que es una suprema corte. Sin embargo, este prestigio ha sido reemplazado por fuertes cuestionamientos provocados por su evidente politización.

Los escándalos provocados por sus recientes decisiones, así como el destape de claros conflictos de intereses y agendas partidistas de sus integrantes, urgen la reflexión acerca de qué es lo que falló. Más allá de una curiosidad intelectual, hay una necesidad apremiante de defender lo que la justicia había logrado y de revisar los errores que requieren reformas. En especial, porque el declive de la corte más protagónica no es una historia aislada, sino una tendencia que cobra velocidad en todas las regiones del mundo.

Los crecientes cuestionamientos a las bases de los regímenes democráticos, los movimientos que buscan cancelar la dignidad de las personas al negarles sus derechos y que se aprovechan de las condiciones de desigualdad, son agendas que han fijado su interés en los poderes judiciales y cuyos representantes han demostrado efectividad para instrumentalizarlos para esos fines.

La estrategia para politizar a la Corte ha recurrido a varios mecanismos, los cuales están pensados para quebrantar aquello que hasta ahora había dado fuerza al tribunal. El primero de ellos fue romper la colegialidad. Que la resolución de los casos más importantes sea la encomienda de varias personas pretende asegurar que las decisiones sean el resultado de discusiones serias en las que los argumentos puedan lograr persuadir y asegurar estabilidad. La estrategia para romper esta dinámica en el caso de Estados Unidos recurrió, en un primer momento, a tener una Corte incompleta. Cuando el senado se rehúso a cumplir con el procedimiento para ocupar el asiento vacante que dejó la muerte del juez Antonin Scalia, el partido de Donald Trump demostró que lo que buscaba no era una corte de justicia, sino un grupo de jueces que resuelva a su favor.

En esa misión, los republicanos fueron exitosos. No sólo lograron evitar que siquiera compareciera el juez nominado por Obama, quien gozaba de una reputación neutral y que había sido previamente confirmado por los republicanos como juez federal, sino que lograron consolidar una super mayoría con los nombramientos subsecuentes de Gorsuch, Kavanaugh y Coney Barrett que se sumaron a los jueces conservadores Roberts, Thomas y Alito. Con ello, relegaron a la minoría liberal, conformada por las juezas Sotomayor, Kagan y Jackson, a emitir votos disidentes en los que han evidenciado su desacuerdo con las decisiones, pero, todavía más grave, que no hay diálogo entre pares para la construcción de las decisiones, sólo la imposición de los números.

El segundo mecanismo ha sido convertir a los jueces afines a la agenda conservadora en bastiones políticos que deben defenderse. No por su investidura, sino por su afinidad y utilidad al proyecto. Esta estrategia ha resultado en que las acusaciones de abuso sexual en contra de Clarence Thomas, famoso por no hacer uso de la palabra en las audiencias públicas de la Corte, y de Brett Kavanaugh hayan resultado en el asedio republicano contra las mujeres denunciantes. Que los conflictos de interés de Thomas y Alito —provocados por su relación con millonarios que han pagado costosos viajes y lujosas cenas o por muestras de apoyo de sus esposas a los eventos del 6 de enero en el Capitolio— sean nota en la prensa, pero que no hayan trascendido en sanciones o renuncias. Con ello, la lealtad política paga como un mecanismo de impunidad, en el que no hay conducta o quebrantamiento de la ley que valga lo suficiente para que el proyecto político pierda uno de los asientos en la Corte.

El tercer mecanismo tiene que ver con las fallas al interior del poder judicial que no han sido corregidas, pero sí explotadas. Es un error que el cuerpo judicial no se entienda como un todo, cuyas partes deben respetarse, dialogar y exigirse los mismos estándares. Esto fue evidente con el código de conducta que obliga a la judicatura federal, pero no a la Suprema Corte. Mientras que las y los jueces federales tienen reglas a las que deben ajustar su conducta, la Corte se configura como un ente separado que no debe rendir cuentas de la misma forma que otros órganos de impartición de justicia.

También resalta la filtración, en un hecho sin precedentes, de un proyecto de sentencia en uno de los casos más polémicos de los últimos años que resultó en la supresión del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Una estrategia que resultó en una sentencia que acabó con la estabilidad de un criterio que garantizaba un derecho, que encontró fuerza para lograr el resultado mediante presiones políticas y que quedó impune. La falta de consecuencias avaló que se utilicen métodos para evitar formular argumentos que puedan convencer y sostenerse en la interpretación de la ley.

Convertir a una corte de justicia en un órgano político no es un accidente. En el caso de Estados Unidos, el proyecto involucró la invención de una corriente interpretativa del derecho, el originalismo, el apoyo militante de jueces a través de la Federalist Society –la cual ha sido particularmente útil para definir las listas de candidatos a jueces afines a la agenda—, así como un movimiento político que no encuentra razones para la prudencia y la mesura que deben ser signos característicos del ejercicio democrático del poder.

La experiencia está ahí y las consecuencias de la inacción perdurarán por muchos años. Tan solo en este periodo de sesiones, la Suprema Corte de Estados Unidos decidió en contra de los derechos electorales de las personas afroamericanas; de las poblaciones migrantes y sus familias; de las personas en situación de calle, y de aquellas con discapacidad. Al mismo tiempo, las decisiones de la Corte aseguraron que el expresidente Trump pueda considerarse por encima de la ley, al haber resuelto que no será responsable por ningún crimen cometido en el ejercicio del cargo. Asimismo, lograron debilitar a las agencias reguladoras con el abandono de doscientos años de precedentes. Todo mediante la imposición de la mayoría y no de las razones.

Así como la Corte alguna vez fue la imagen de lo que deben ser las supremas cortes, hoy debería ser advertencia de los peligros de politizar la justicia. Un estudio de caso de los errores de los poderes judiciales y de las decisiones políticas que son una amenaza real para la libertad y el disfrute de los derechos en democracia. En el caso Trump v. United States, la jueza Sonia Sotomayor concluyó su voto con una frase que debe servir de alerta y de motivo para la acción: “Con temor por nuestra democracia, disiento”.

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