Reforma judicial: ¿venganza o justicia?
Una decisión salomónica entre Sheinbaum y Obrador es posible (y deseable): elegir de forma directa a ministros, mientras que los jueces se sujeten a un estricto control disciplinario
Aquí vamos otra vez. El temor de los mercados y la supuesta nueva muerte de la democracia han inundado las tertulias, las columnas periodísticas y los programas de opinión. Una vez más, la falsa alarma del deceso democrático ensombrece el diálogo público, evidenciando que nuestro sistema de gobierno tiene más vidas que un gato.
Ministros arrepentidos, juristas grandilocuentes y juzgadores temerosos envían parabienes a la presidenta virtual y celebran su apertura al diálogo. Aquellos que antaño conspiraban —hoy derrotados por el duelo electoral—, le advierten del peligro de la reforma judicial de Andrés Manuel y se apresuran a presentarle una contrapropuesta. Los imparciales operadores que marchaban en las filas galvezistas, piden que el golpe sea blando y les permita seguir a flote. Gatopardismo al acecho.
Cuidado con los juicios precipitados: detrás de la reforma se oculta algo más que meros deseos de venganza o ambición de poder. En los análisis opositores —teñidos de mala fe y escepticismo— siempre encontrarán de López Obrador una caricatura. El malo del cuento. Según aquel enfoque, es inconcebible que el mandatario aspire a mejorar el sistema de justicia o a brindar algo cercano a ese ideal a sus gobernados. Se equivocan. Su malintencionado veredicto ya falló antes para analizar el sexenio.
La advertencia respecto a la concentración irracional de poder es absurda. A partir del triunfo electoral del 2 de junio, el obradorismo no depende del poder judicial: tiene mayoría calificada prácticamente en ambas cámaras y controla los congresos suficientes para modificar la Constitución a su antojo. Además, la elección directa de ministros por voto popular reduciría las facultades del Ejecutivo. Esas que le permitieron sentar a Lenia Batres en la herradura de la Corte con total libertad. El Ejecutivo federal saldría del proceso con menos poder, no más.
En igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la correcta. Y en el historial reciente de nuestro mandatario, hay harta coherencia. Andrés Manuel no se ha cansado de denunciar en sus mañaneras, en la sección “Cero Impunidad”, a un sinfín de jueces comprados que no actúan con rectitud. El objetivo de la reforma es cristalino: vaciar al poder judicial de sus corruptos operadores.
Pero no caigamos tan pronto en la trampa reduccionista. La reforma judicial del presidente no se limita al voto directo de los jueces de todos los niveles. Contiene tanto más: la efectiva instrumentación de la disciplina judicial hoy imaginaria, la garantía de una justicia pronta y expedita y la austeridad republicana. Que los jueces dejen de ocultarse en sus trampas legales para ganar más que el presidente.
Respecto a la elección directa de juzgadores, comparto dos reflexiones desde la óptica de quien ha sido formada entre abogados y a quien la inercia la lleva a pensar que es mejor el malo conocido que el bueno por conocer.
Primero, que en la conversación pública hay más mentiras que pájaros volando. Los juristas dicen que la reforma judicial desdeña el profesionalismo. Falso: la reforma bien instrumentada podrá requerir a los candidatos cumplir con prerrequisitos técnicos que aseguren su preparación. Afirman también que la elección directa afectará a su (inexistente) imparcialidad. Por otro lado, señalan que la reforma violará tratados internacionales, particularmente el TMEC. Falso. Sería absurdo que EUA nos pidiera más de lo que ellos ofrecen: en varios de sus Estados, los jueces son elegidos por voto directo y el presidente puede reemplazar a todos los jueces federales con la sola aprobación del Senado. Por último, gritan que la justicia será cooptada por el poder pecuniario. Como si ese no fuera ya su principio rector.
Segundo, que reconozco algunas virtudes implícitas en la elección directa de juzgadores. La elección no solo renovaría a las elites endogámicas anquilosadas en el poder judicial, sino que también vaciaría ese pozo envenenado donde coexisten justos y corruptos. Reconozco también que la votación popular de juzgadores podría favorecer la razonabilidad de las resoluciones judiciales con millones de ojos escrutando la honorabilidad de sentencias y fallos. ¿Quién votaría por el juez que liberó a Cesar Duarte? Y si tal liberación fuese justa, será responsabilidad del juez hacer pedagogía judicial. Alumbrar lo que hoy está oscuro.
Me preocupan los tiempos. Una implementación atropellada de la reforma judicial puede comprometer lo que buscamos reparar: la independencia y la efectividad de los juzgadores. La serpiente que se muerde la cola.
Andrés Manuel ha afirmado que la reforma de voto directo no es negociable. El mandatario saliente usará toda su popularidad para heredarnos lo que él considera un mejor sistema de justicia. Absorberá las críticas que permitirán a Sheinbaum iniciar una gestión limpia y de pinta moderada.
Con todo, considero que una decisión salomónica entre Sheinbaum y Obrador es posible (y deseable). Una negociación que opte por elegir de forma directa a ministros, mientras que los jueces y magistrados se sujeten a un estricto control disciplinario por parte del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial. Una forma alternativa de decantación de los corruptos.
Luego le tocará a Sheinbaum instrumentar la reforma propuesta por Arturo Zaldívar: la más urgente en materia de impartición de justicia y que promete dignificar y fortalecer fiscalías, la justicia local y defensorías públicas mediante modelos nacionales, impulsar el modelo nacional de justicia cívica y alternativa y regular la responsabilidad profesional de los abogados.
La reforma judicial va. ¿Está la democracia en peligro o en su mejor momento? Nos queda por verlo. Ambas cosas no pueden ser ciertas al tiempo.
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