‘Auster’idad

Lloro el humo de estrechísimos puritos holandeses que fumaba Auster en una esquina de Brooklyn, su traducción vital durante los años que hambreó sobre el paisaje de París y una provincia de Francia

Jorge F. Hernández

La vera Austeridad nació en el instante en que leí las primeras páginas de una de sus novelas al azar, aún sin comprarla en la librería de un aeropuerto en Nueva York, tan cerca de Brooklyn. A mi mujer le consta que —salvo las calladas pausas para amarnos a 30,000 pies de altura sobre un océano— aterrizamos siete horas después en Madrid con dos novelas del azar puro de Paul Auster leídas con adrenal...

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La vera Austeridad nació en el instante en que leí las primeras páginas de una de sus novelas al azar, aún sin comprarla en la librería de un aeropuerto en Nueva York, tan cerca de Brooklyn. A mi mujer le consta que —salvo las calladas pausas para amarnos a 30,000 pies de altura sobre un océano— aterrizamos siete horas después en Madrid con dos novelas del azar puro de Paul Auster leídas con adrenalina entre nubes y en la saliva la enrevesada Austeridad que hoy se vuelve llanto: hablo de la sana envidia unida a la admiración instantánea, las ganas de editar inmediatamente —si no es que borrar del todo— las propias páginas y ocurrencias que yo mismo intenté escribir en la primera novela que llevábamos en las manos para entregarla personalmente en la ventanilla de un Premio Internacional convocado en Madrid. Austeridad ante cualquier pretensión presumida, ante el bluff y las mentiras del mundillo amañado que circunda a la vera literatura y austeridad silente y honesta ante la responsabilidad que se debe de mantener ante las páginas en blanco, ya por escribir o bien por leer.

Casi tres décadas después parece que la lectura en aquel avión mantiene su voz intacta y en la soledad de ahora no ha cambiado un instante callado de esa noche en las nubes. Salvo que ahora lloro la ausencia de Paul Auster y otros vacíos que intentan devorarme, se sostiene la Austeridad de mi profunda admiración por sus letras, sus novelas y guiones cinematográficos, sus rojos cuadernos autobiográficos, sus entrevistas entreveradas de tanta vida y verdad, sus contados poemas y su vida entera de letras. Tres décadas después, esa primera novela escrita quedó finalista del Premio en Madrid y sigue vigente su publicación cíclica, pero mejor y más aún sigue vigente y premiada la lectura y ahora relectura de Auster.

Ha muerto un inmenso escritor cuya filiación a la gran literatura queda como guinda de Austeridad: leer con lupa incluso lo que se creía leído, escribir con pinzas incluso las palabras que parecen nimias o circunstanciales, hilar la trama al son de la mágica música del azar y digerir el callado hilo de humo de los personajes que se vuelven palpables, los diálogos que se escuchan por su prosa perfecta y la pausa pensante donde se imaginan las historias por venir. Paul Auster supo pulir todo esto y combinarlo con una mesurada y lúcida mirada casi estrábica por panorámica de la doliente y sangrienta, la feliz e impredecible realidad que nos ha tocado vivir.

Ha muerto Auster al tiempo que en las pantallas de las noticias arrestan con violencia la heroica resistencia de estudiantes en el campus de la Universidad de Columbia donde él mismo resistió intolerancias y sinrazón para protestar en ese mismo campus la guerra de Vietnam y ha muerto Auster habiendo sobrevivido la muerte chiquita, la impensable o casi inimaginable tragedia del suicidio de su hijo adicto y la irracional muerte de su nieta, víctima por azar de la adicción de su padre y del horror del mundo y de que a veces el azar desafina.

Lloro sobre las novelas donde la música del azar enredaba y desenmarañaba las tramas de la sincronicidad increíble y los corredores invisibles de las vidas que avanzan página por página y lloro sobre la imagen poliédrica de la figura paterna como retrato del instante en que a todos se nos inventa la soledad y lloro sobre una máquina de escribir al óleo, con plastas de pintura como merengues congelados sobre las teclas donde un artista cuajó todos los mundos posibles para bien de la imaginación y de la memoria ajenas. Lloro sobre las hermosas fotografías de su rostro y la única firma que conservo de ese mago al que terminé por conocer cuando incluso ya se había publicado mi segunda novela e inexplicablemente, llegué con una hora de anticipación a una de sus multitudinarias presentaciones programada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Diez años después de haberlo leído por primera vez en un avión, el azar dictó que él mismo se despistara y llegara con una hora de espera a su propia presentación: antes de que conversara con un autor español con botas vaqueras, Auster me concedió el milagro de caminar por las calles circundantes al Círculo de Bellas Artes —por enfrente de una pequeña librería entrañable, a las puertas del sueco hotel donde llegó a dormir Hemingway y tanto aroma de Madrid viejo- hablando del azar que nos une, la feliz unión indisoluble con la pluma en ristre y la página poblada diariamente por palabras que se hilan para narrar mundos siempre mejores aunque el azar llegue a desafinar.

Lloro el humo de estrechísimos puritos holandeses que fumaba Auster en una esquina de Brooklyn, su traducción vital durante los años que hambreó sobre el paisaje de París y una provincia de Francia, sus andanzas por los círculos concéntricos de la memoria y ese laberinto andante que forma sobre Manhattan el paseante personaje de su tinta que se cruza sin querer con el habitante enloquecido del Palacio de la Luna en un sereno monólogo de tanta buena literatura que ahora se convierte en relectura no sin nostalgia, aunque se asegura el agridulce azar de que hoy mismo nazca el siguiente lector de Paul Auster.

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