Seis notarías: un botín político
La ventana abierta por Marko Cortés sirve para airear un fenómeno que rara vez se expone con toda su crudeza: el de la perversa relación entre los notarios y el poder político
Hace algunos días —cortesía de Marko Cortés— descubrimos que parte del acuerdo político de coalición en Coahuila incluía el reparto de seis notarías, entre otras posiciones. De haberse cumplido este convenio, la fe pública se habría conferido con base en la cercanía con el partido azul, no en la excelencia y honorabilidad que pregona el gremio. Ninguna sorpresa.
En teoría, obtener el codiciado boleto dorado —una lucrativa patente notarial— debería depender de aprobar un examen de oposición en el que los candidatos compiten entre sí para elegir al mejor. Cuánta inocencia: las notarías suelen ser un botín político.
Ya habíamos escuchado que el exgobernador de Aguascalientes Luis Armando Reynoso regalaba patentes a mansalva. Lo mismo que Graco Ramírez y Cuauhtémoc Blanco en Morelos, o Javier Duarte y Fidel Herrera en Veracruz. Favor con favor se paga. Un nada virtuoso ejercicio de reciprocidad que termina con una actividad esencial del Estado en las manos equivocadas. Corrupción, le llaman. La verdad —ese sustantivo monopolizado por los notarios— al servicio de mafiosos.
En la concepción inicial, los notarios deberían ser los mejores abogados investidos por el Estado con el poder de validar los actos y documentos presentados ante ellos. Su palabra es la ley. En su presencia, se formalizan compraventas, se otorgan testamentos, se constituyen sociedades, y un largo etcétera. Cumplen una función vital del Estado al otorgar validez a los documentos necesarios para ejercer nuestros derechos.
En algunos Estados, Coahuila incluido, la corrupción está institucionalizada. Ahí, por ejemplo, para convertirte en un flamante notario habrás de aprobar un examen de aspirante y, después, un examen de selección. La trampa está en que el gobernador —si te considera suficientemente capacitado— podrá librarte del requisito.
Las notarías en México tienen buenos publirrelacionistas. Sus escándalos, disfuncionalidad y coadyuvancia con el crimen han llegado poco a las primeras planas: corrupción, lavado de dinero, evasión de pago de impuestos, legalización de despojos y constitución de empresas fantasma. También suele pasar como nota menor el nepotismo arraigado en la obtención de patentes: familias enteras en cuyo seno se encuentran desde dos hasta cinco generaciones de notarios.
Luego está el asunto de sus descomunales fortunas. Las notarías representan un negocio sin igual. Para ponerlo en perspectiva, consideremos la escrituración de una sola compraventa de inmueble valuado en dos millones de pesos. Por ella, el notario ganará el uno por ciento de la transacción, lo que habrá de ser multiplicado por un cuantioso número de escrituras al mes. Con solo una de esas operaciones, el notario ganará el salario mensual de una maestra de primaria. Se antoja exagerado, desproporcional.
Tal asimetría financiera es producto de los altísimos honorarios que cobran por sus servicios, lo que se refleja en que el 94% de los mexicanos no cuente con un testamento y que un 30% de inmuebles carezca de escritura. Dinero, ese poderoso caballero. Los honorarios asociados a la función notarial son prohibitivos para la mayoría. La intención de la ley notarial de 1867 emitida por Juárez —que establecía la exención de honorarios para los más pobres— ha sido distorsionada por los notarios modernos con estrategias de alcance limitado: el mes del testamento y descuentos menores para la regularización de la tenencia de la tierra. Pura simulación.
Los actores involucrados —en el Ejecutivo, Legislativo y Judicial— han optado por hacer la vista gorda. Está en juego una considerable cuota de poder, con muchas personalidades influyentes a las que es preferible no molestar. A lo largo de la historia del país, hemos presenciado a notarios desempeñando roles destacados en la esfera política: procuradores generales de la República, embajadores, ministros de la Suprema Corte, secretarios de Gobernación y gobernadores, entre otros. Existe un acuerdo tácito de guardar silencio, lo cual explica por qué el notariado mexicano no ha sido revisado ni reformado desde hace mucho tiempo, carece de supervisión efectiva y sus actuaciones no están sujetas a revisión judicial como las de otros funcionarios públicos.
Confrontar al notariado mexicano es imperativo y congruente con un proyecto político que promete luchar contra la exclusión y la desigualdad. Las notarías públicas en México se erigen como obstáculos para el ejercicio de derechos por parte de la mayoría. Están heridas de muerte y ya no pueden seguir ocultando los síntomas.
La revisión de esta institución debe enfocarse en soluciones tecnológicas que no estaban disponibles al concebir al gremio: firmas electrónicas, blockchain o verificación biométrica, por nombrar algunos. Algunos países de la Unión Europea y Colombia han dado los primeros pasos en esa dirección. Por otro lado, el Estado, ese que promete expandir derechos, debe asumir el costo y la responsabilidad de facilitar a la población los documentos esenciales para ejercitarlos. Un derecho desprovisto de la posibilidad de ejercerlo no puede considerarse como tal. Es imperativo reconsiderar el monopolio que los notarios ostentan sobre la verdad, recobrando para el Estado algunas de sus funciones.
La ausencia de una transformación profunda del notariado mexicano seguirá afectando a la mayoría. Privándolos de seguridad jurídica, despojándolos de la posibilidad de ejercitar sus acuerdos, negándoles el derecho de propiedad, el acceso a servicios financieros y a la posibilidad de planificación sucesoria. La ley de la selva.
La ventana abierta por Marko Cortés es apenas un atisbo, un modesto indicio de la realidad nacional. Sirve, sin embargo, para airear un fenómeno que rara vez se expone con toda su crudeza ante la opinión pública: el de la perversa relación entre los notarios y el poder político.
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