La guerra pacífica
Se podrán decir mil cosas sobre la crispación que vive México, pero hay que reconocer la responsabilidad de los protagonistas al mantener la contienda en términos pacíficos
En política, la guerra en tribunales es la peor de las guerras, excepto todas las demás, podríamos decir, parafraseando la famosa frase de Winston Churchill sobre la democracia. Ventilar por vía jurídica un pleito o, para el caso, la polarización que recorre al país constituye una enorme y desgastante monserga, pero es infinitamente más sano que resolverlo de manera violenta, sea abierta o soterradamente. Se podrán decir mil cosas sobre la crispación que vive México ante un proyecto de cambio político y social que despierta pasiones a favor y en contra, pero habrá que reconocer la responsabilidad de los protagonistas de este pulso de fuerzas al mantener la contienda en términos pacíficos e institucionales.
Parecen palabras irreflexivas considerando el lodazal en el que chapotea la opinión pública cada día. Pero, bien mirada, la disputa podría haberse dirimido en la calle, en la cárcel, en la agresión física, en la destrucción económica, considerando lo mucho que está en juego y la exaltación que anima a unos y a otros.
Es cierto que la disputa ha sido virulenta en términos verbales; en materia de adjetivos uno y otro bando no se han guardado nada. Aquí no ha habido ninguna sutileza o decoro a la hora de descalificar, generalizar, distorsionar y, de plano, insultar. Pero dicho lo anterior, tanto el gobierno de la 4T como sus adversarios han operado dentro del marco institucional. La oposición no ha recurrido a boicots productivos o comerciales, paros empresariales, sabotajes económicos, fuga masiva de capitales o de plano a actos de violencia (como sucedió en Chile abiertamente contra el gobierno de Salvador Allende o en Argentina y Brasil de manera más escondida). La prensa y los comentaristas críticos califican al presidente como un déspota y aseguran que está destruyendo al país aceleradamente, pero nadie ha actuado fuera de la ley.
Por su parte, López Obrador ha intentado modificar el entramado institucional y legal para ampliar sus capacidades políticas e impulsar sus reformas, utilizando el propio andamiaje institucional y sus atribuciones legales. Podrá decir misa sobre el comportamiento de los jueces, pero una y otra vez ha acatado sus decisiones. Se habla de planes B justamente porque los tribunales o las cámaras han echado abajo sus planes A. Despotricará contra sus críticos, pero a nadie se le ha impedido la crítica; se quejará de los empresarios conservadores, pero ninguno está en la cárcel o ha perdido sus propiedades. La intervención más polémica en contra del sector privado, la cancelación del aeropuerto de Texcoco, derivó en compensaciones económicas apegadas a la ley. Con variantes acabamos de verlo en el acuerdo de compra con la “satanizada” Iberdrola.
También es cierto que en esta guerra legal (conocida en todo el mundo como Lawfare) cada una de las partes ha recurrido a artimañas poco edificantes, distorsiones, pliegues jurídicos, oportunismos. Unos utilizando con propósitos esencialmente políticos figuras legales como el amparo o las denuncias de carácter ambiental, por mencionar algunas. Otros, usando las atribuciones de presidencia o sus mayorías en las cámaras para operar madruguetes y debilitar organismos considerados contrarios a su causa. Pero tampoco habría que escandalizarse: las acciones de la oposición y las tácticas empleadas por el Gobierno no son más indecorosas que las utilizadas por los actores políticos en Norteamérica o Europa, con los matices de cada país. En términos físicos, las dos partes han organizado manifestaciones multitudinarias para mostrar músculo, pero sin derivar en enfrentamientos. En la práctica meros torneos para ver quién escupe más lejos.
Así pues, más allá de la incómoda polvareda, lo que en realidad está sucediendo es un intento de reforma por vía pacífica, con un razonable sentido de responsabilidad en materia de estabilidad económica y acciones políticas, al margen de que se coincida o no con ellas. Y a ese intento hay una respuesta igualmente responsable por parte de los actores afectados o, simplemente, opuestos a esos cambios. Para decirlo en otros términos, los inversionistas extranjeros, que no ven mañaneras ni prensa local, pero sí los indicadores económicos estables o la actitud institucional del Gobierno, han canalizado montos históricos a nuestro país y no solo por una coyuntura internacional favorable.
En las próximas semanas la guerra legal continuará con tres batallas importantes, a las que habrá que estar atentos. Por un lado, la Suprema Corte tendrá que determinar si la ley secundaria del ejecutivo que subordina la Guardia Nacional al Ejército es inconstitucional o no, es decir, si se queda o se va. Se requieren ocho de los once ministros para rechazar la reforma del presidente y el desenlace se anticipa muy cerrado. En lo personal, en este espacio he sugerido que, si nos encontramos en la necesidad ineludible de echar mano del Ejército para enfrentar la inseguridad pública, el desafío tendría que ser “civilizar” la actuación de los militares y no en el sentido inverso, militarizar las fuerzas civiles. Un tema que requiere mayor discusión.
Un segundo frente es el debate en comisiones de la Cámara de Diputados de la ley que busca limitar las atribuciones del Tribunal Federal Electoral para intervenir en la vida interna de los partidos y en la defensa de militantes y minorías. Una iniciativa que ha sido calificada como un intento de salvaguardar privilegios de las cúpulas de estas organizaciones; no es de extrañar que, al margen de posiciones ideológicas, prácticamente haya consenso entre los dirigentes de Morena, PVEM, PAN, PRI y PRD (honrosa excepción la de MC). Por fortuna, un grupo importante de legisladores de Morena y otros partidos ha cuestionado algunos de los alcances de esta ley, lo que podría llevar a reformarla o de plano a rechazarla. Veremos.
Y finalmente entrará en proceso de discusión el proyecto de ley sobre expropiaciones, indemnizaciones y contratos públicos, que seguramente derivará en una intensa polémica. Intenta darle más margen al Gobierno para emprender proyectos de interés público sin ser obstaculizado por objeciones legales de particulares o compensaciones absurdas. A falta de espacio, remito al lector al buen artículo al respecto publicado en El País por Viri Ríos este miércoles (La reforma más ambiciosa de López Obrador).
En suma, a menos que nos resulten divertidos, por morbo u ocio, los interminables fuegos artificiales de la chora de cada día, sugiero concentrarnos en estas batallas legales en la que se está definiendo el verdadero alcance de las reformas de la 4T. Es allí donde está sucediendo lo que verdaderamente importa.
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