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COMBAT ROCK
Columna
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De aquí no se va nadie

El Gobierno federal y los estatales que pertenecen al entorno de López Obrador han decidido hacerse los locos ante los escándalos, las burradas, las pifias y los malos resultados de sus subordinados

Antonio Ortuño
Andrés Manuel López Obrador sobre la economía
El presidente Andrés Manuel López Obrador en una conferencia el 31 de enero.Prensa Presidencia

Un político encumbrado, es decir, que ejerce un alto cargo público, sabe que uno de sus mecanismos de defensa ante las crisis de confianza por las que, de forma inevitable, atravesará en su periodo en el poder, es desprenderse de algunos subalternos y dejarlos caer como un señuelo que distraiga y hasta apacigüe a las jaurías de detractores. Buena o malamente, los colaboradores principales de un presidente, gobernador o secretario de Estado suelen operar tal y como los fusibles de las instalaciones eléctricas, que se queman para evitar que todo el sistema se sobrecargue y estalle o arda.

Por eso, aquellos que cotidianamente miramos hacia la arena política estamos conscientes de que una parte central de las destituciones fulminantes y de las bien conocidas renuncias “por motivos personales” o de “salud” de los funcionarios se producen para proteger a sus superiores. Justos o no, esos ceses y salidas juegan un papel. Porque la erosión y el desgaste del poder son inevitables y es de sentido común pensar que será mejor que los carguen en el lomo los secundarios que el protagonista…

Pero el presidente Andrés Manuel López Obrador considera que seguir esa ley no escrita equivale a una muestra de debilidad ante esos adversarios que lo obsesionan tanto que su sexenio ha estado dedicado a llevarles la contraria (hace tiempo que, ante la escasez de propuestas viables y la inexistencia de éxitos que presumir, no hay otro mensaje oficial que no sea algo parecido a: “Ni crean que vamos a hacer lo que nuestros críticos quisieran”).

Impulsados por esta actitud suficiente y tozuda, así han dado por actuar también los alfiles del mandatario. El Gobierno federal y los estatales que pertenecen al entorno de López Obrador han decidido hacerse los locos ante los escándalos, las burradas, las pifias y los nulos o malos resultados de sus subordinados. Y los platos rotos se han ido sumando a la ya muy abultada cuenta del presidente o de personajes de su primera línea de confianza, como la jefa de Gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, o el canciller Marcelo Ebrard.

El modo fundamental de irse de las administraciones morenistas, ya se ha visto, es caer de la gracia del jefe máximo o interponerse, activa o pasivamente, en sus planes. Ese delito se castiga con el despido, el traslado o la invitación a renunciar. Así le sucedió a la exsecretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, o a los exsecretarios de Hacienda Carlos Urzúa y Arturo Herrera (muy sintomático que los encargados de manejar el presupuesto choquen con un presidente que quiere prescindir de todo gasto que no sean sus campañas y su propaganda). Quizá el único matiz aquí sea el de la salida de la exsecretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, a quien el presidente hizo regresar al Legislativo para colocar en su lugar a un operador mucho más cercano a él, Adán Augusto López, sin que hubiera de por medio un desencuentro pronunciado (pero tampoco, claro, presión política alguna).

Por todo esto, es claro que el presidente y la jefa de Gobierno Sheinbaum saldrán a la defensa de los funcionarios involucrados en el reparto de ivermectina y azitromicina, medicinas contraindicadas para el tratamiento de la covid-19, que se proporcionó a miles de personas en Ciudad de México (medida que intentó defenderse con un análisis autodenominado “cuasi experimental” sin protocolos apropiados, ni consentimiento de los participantes, elaborado por funcionarios de la propia administración, y que ya fue retirado del sitio web de publicaciones científicas en donde estuvo alojado). Para ellos, cualquier correctivo en su propio equipo es rendirse ante lo que consideran simples ataques políticos. Y así, el Gobierno acumula fracasos y desatinos sin que la presión escape por ninguna parte. Un Gobierno, pues, exactamente igual de inepto que los anteriores pero que, además, se empeña en tragarse su propio vómito, porque si es suyo debe ser bueno…

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