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La sabatina
Columna
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Convalidar el tapadismo o la democracia

Si en 2000 México votó ilusionado por el cambio, en 2006 temeroso del mismo, en 2012 resignado al retorno de los corruptos clásicos, y en 2018 harto de estos pero también esperanzado en una ruta más justa, ¿es que el voto de 2024 será de obediencia, de conformismo?

Salvador Camarena
Claudia Sheinbaum, López Obrador, Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard.
Claudia Sheinbaum, López Obrador, Ricardo Monreal y Marcelo Ebrard.Agencias | El País

Desde Salinas, ningún presidente ha legado la presidencia a su delfín. Si manos asesinas impidieron que Luis Donaldo Colosio llegara en 1994, también es cierto que ya desde entonces la ciudadanía venía socavando el margen que en el proceso sucesorio llegaron a tener los mandatarios mexicanos de antaño. Incluso en la elección de 1988 pesó la fuerza de la sociedad en el otrora poder omnímodo del titular del Ejecutivo para designar sucesor.

Dicen que la pandemia solo agrava tus males previos. En el presidente López Obrador parecen haber radicalizado su verticalismo. Afortunadamente, Andrés Manuel ha librado con bien la reaparición de su dolencia cardiaca, pero ha salido del hospital militar donde estuvo 24 horas dispuesto a doblar la apuesta de regresar cinco décadas el reloj de la sucesión para convertirse en su eje único.

Tras su cateterismo por esa recaída, el tabasqueño ha anunciado que aun en el escenario de que el creador diga otra cosa con respecto de su salud, él ya tiene todo dispuesto para que lo que siga en la política mexicana quede amarrado, y bien amarrado, a su personal designio.

Cuando por fin parece asomar el fin de la pandemia, irrumpe la interrogante sobre qué sigue para México en términos políticos luego del letargo de dos años que ha tenido que padecer la ciudadanía. La vuelta a la normalidad supone preguntarse cómo reaccionará la sociedad a los intentos de AMLO por tripular el momento más importante de una democracia: la renovación del poder en las urnas.

La semana que concluye inició justo el sábado de la pasada con el anuncio de López Obrador de que estaba de regreso en su despacho, pero sobre todo con la revelación del presidente a sus seguidores de que, por si cualquier cosa, él ha redactado ya un testamento político. Quiere ser el gran elector sí o sí. Vivo o — nadie lo desea — muerto.

Un mensaje secundado, en lo inmediato, en la operación disciplinaria que esta misma semana le recetó el presidente a Ricardo Monreal, quien enfrentó una revuelta en el Senado que estuvo a punto de costarle mucho más que una remota, en su caso, candidatura presidencial por Morena.

De esta forma López Obrador activa el ingrediente fundamental del tapadismo del priismo clásico: la disciplina; o si se quiere, la sumisión de quienes aspiran ser beneficiados por el dedazo. Pretende, sin embargo, que acaten sus designios no solo los tapados y los seguidores de su movimiento, sino — lo verdaderamente grave— la ciudadanía toda.

Aunque históricamente se dieron algunas defecciones e incluso asonadas, el tapadismo lograría décadas de reacomodos sin rupturas a la hora del traspaso sexenal del poder priísta. Los que perdían se disciplinaban, y el ungido irrumpía con la fuerza que daban el Gobierno, el partido y, cosa no menor, buena cantidad de empresarios que no dudaban en autonombrarse soldados del presidente.

La sumisión de los tapados y de la corte comenzó a romperse en definitiva en tiempos de De la Madrid. Por la rebeldía encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, Ifigenia Martínez y Porfirio Muñoz Ledo, el juego sucesorio perdió control. Nada de esperar los tiempos del presidente, nada de no plantear rutas programáticas y solo asumir la que Los Pinos y, eventualmente, el destapado redactaran.

Don Miguel [De la Madrid] (1982-1988) se vio obligado a una inaugurar una pasarela en la que seis preclaros priístas — es un decir, pues estaban entre ellos Bartlett y Del Mazo, imaginen— expusieron propuestas. Nadie duda hoy que el candidato resultante era el del mandatario, pero esa pequeñísima glásnost no fue trivial. Esta obedeció a las demandas de la rupturista Corriente Democrática del PRI, es verdad, pero era también un reflejo de una sociedad en ebullición tras crisis económicas, escandalosos fraudes electorales, abusos y corrupción del modelo cupular de la élite política-empresarial y el fiasco del proceder del Gobierno federal en el terremoto del 85.

Ese despertar ciudadano fue acotado en 1994 por un voto del miedo. El partidazo logró, así fuera momentáneamente, que la gente detuviera su ímpetu plural luego del magnicidio de Lomas Taurinas. El triunfo de Zedillo fue la imposición de una amenaza: los demonios andaban sueltos, se dijo poco después de los comicios, pero el temor a un futuro mexicano desastroso sin el PRI fue atizado convenientemente por el régimen.

Mas conviene insistir: ni en esa ocasión ganó el candidato original del presidente, y este mismo lo pagaría en carne propia pues hubo de exiliarse tras la llegada del nuevo mandatario, quien antes de un trimestre en Los Pinos ya había encarcelado al hermano de su antecesor.

Esos juegos del poder, sin embargo, no ocurrieron solo por la necesidad de reacomodos de las fuerzas al interior del régimen. Obedecían también al reclamo de fin de la impunidad y a la demanda de castigo para quienes provocaron un nuevo — y dramático— descalabro económico: el llamado ‘efecto tequila’.

Si el miedo le acarreó votos al PRI en agosto de 1994, la ciudadanía no volvió como si nada a casa luego de esos comicios. No fue votar y guardarse a la espera de que el PRI manejara todo como siempre. Expresiones de hartazgo como la encarnada por los indígenas zapatistas que armados irrumpieron en aquel año, marcaron un punto sin retorno para colectivos que, de muchas formas, sigue hasta hoy.

Novedades como un debate televisivo donde al candidato Ernesto Zedillo se le dijo en cadena nacional lo que muchos solo se atrevían a decir en la cocina, y la imparable descomposición en el partido hegemónico, patente en un nuevo asesinato (el del secretario general a plena luz del día, y por si fuera poco cuñado del presidente que iba de salida), evidenciaban un cambio de época donde eran inocultables las grietas de los rituales priistas, sí, pero también el advenimiento de tiempos en que la discusión sobre las crisis, sus salidas y costos bullían en una prensa plural que había madurado desde los ochenta. El debate sobre lo que pasaba y lo que debía seguir ya no era potestad del presidente o su partido.

Fue la necesidad de hacer viable al régimen — en medio del ejercicio de la crítica que entró por la puerta grande en los noventa— lo que obligó a este a responder así fuera a regañadientes a los reclamos democráticos de la ciudadanía. El triunfo del PAN en el 2000 terminaría de empoderar a la sociedad, que en las sucesivas elecciones presidenciales fue, sin lugar a dudas, el factor decisivo de prácticamente todos los comicios. Y cuando no ocurrió así, cuando la sombra del fraude sobrevoló alguna elección, no fue irremediablemente y, menos aun, sin costos. El mayor ejemplo, ni más ni menos, es 2006, cuando López Obrador quiso ser presidente por vez primera.

Pero las elecciones presidenciales, y más en un país acostumbrado a especular sobre el tapado desde la jura misma del presidente que apenas va llegando, arrancan mucho antes que dé inicio el año de los respectivos comicios. Esa una herencia del tapadismo: la sociedad se involucra prematuramente, pero sin falta, en la grilla. Eso es malo porque ojalá esas energías se emplearan en debates sobre mejor gobernanza; es bueno porque como sea es una manera de interesarse en el Gobierno.

En esa lógica, la gran interrogante es qué va a ocurrir desde ya, y en los próximos dos años, con un país que viene de esa lucha por la apertura y la participación al confrontar a un presidente que reclama para sí, incluso en el nada deseable escenario de su ausencia total, el derecho de definir a quien ha de guiar en la siguiente etapa los destinos de las y los mexicanos.

Si en 2000 México votó ilusionado por el cambio, en 2006 temeroso del mismo, en 2012 resignado al retorno de los corruptos clásicos, y en 2018 harto de estos pero también esperanzado en una ruta más justa, ¿es que el voto de 2024 será de obediencia, de conformismo?

El regreso del gran elector no está garantizado. Incluso si las mayores posibilidades del triunfo son para Morena, la cuestión hoy radica en preguntarse si la ciudadanía volverá a ser solo convidada a validar una elección predefinida o si, por el contrario, incidirá en el proceso de la selección de las y los candidatos que las diferentes organizaciones postulen, empezando por la que está en posesión del poder Ejecutivo.

Y esa materia se vuelve más urgente luego del aplastamiento de Ricardo Monreal por parte de Andrés Manuel esta semana. El líder del Senado sufrió una derrota puntual en su intento por resistir, antes que aceptar calladamente, abusos de integrantes de la nomenclatura morenista. Tuvo que cerrar una comisión en el Senado con la que pretendía exhibir abusos de su compañero de partido Cuitláhuac García. Esa iniciativa era, sí, en respuesta de la irregular detención de un colaborador del zacatecano; pero también fue un ejercicio donde se midieron fuerzas, y en él el líder senatorial por poco pierde la chamba.

El mensaje lopezobradorista es que no se acepta la libertad ni la disidencia dentro de Morena. Pero, ¿la disciplina que se imponga anulará el debate, dejará a la principal fuerza política condenada a que sus corcholatas pierdan la voz y solo sean loros que o repiten o callan lo que se dice y decide en Palacio?

Alguien dirá que es demasiado temprano para pensar en pasarelas rumbo al 2024. Eso sería atendible si no hubiera sido el propio presidente quien abriera el año pasado el juego sucesorio y si, al mismo tiempo, el mandatario no hubiera repetido que lo que él iba a hacer ya se ha hecho, que lo que sigue es entregar las obras, asegurar las pensiones y garantizar la derrota de sus adversarios.

Si para el presidente lo único que resta es terminar de cooptar a los órganos autónomos, intentar una reforma energética, garantizar a las fuerzas armadas su enorme presupuesto como policías, y que nadie se le salga del huacal de la sucesión, ¿quién dará entonces el debate sobre el hoy y el mañana de México en un mundo que vive en tiempo real, que impone dinámicas globalizadas y que premia la capacidad de adaptarse a la innovación?

AMLO quiere para el 2024 continuidad llana y empeñará su fuerza en dejar en la silla a quien le garantice eso. ¿Triunfará una disciplina propia de los años setenta en el partido en el poder? ¿Todos quietos hasta que llegue el dedazo y para quién piense distinto ahí está el ejemplo de Monreal, de lo que espera a quienes ejerzan su opinión o intenten maniobras independientes? ¿Ni siquiera pasarela tipo De la Madrid tendremos, no sea que termine por lucir alguien que no interesa a Palacio? Y, ya que andamos en la cultura de épocas idas, la pregunta de los 64.000: ¿la ciudadanía también esperará sumisa que le digan quién es la o el bueno?

El duende democrático no puede volver a la botella. Una cosa es que López Obrador haya capturado el reclamo de un sector de la ciudadanía harto del mediocre y/o corrupto proceder de las administraciones panistas y priistas, pero ¿cuánto de ese macizo electoral aceptará un modelo donde la decisión de quién es la o el siguiente mandatario queda en manos de una sola persona?

La de 2024 no será una elección similar a la de hace cuatro años. Aunque sigue viva la llama del resentimiento que en 2018 movió a bastantes para rechazar a los otros partidos y darle una oportunidad a AMLO, en el camino el presidente ha perdido, por voluntad antes que por accidente, el apoyo de sectores de la población que habían ganado peso e influencia incluso cuando el PRI creía que todo lo podía, y lo mismo le ocurre con otros movimientos que han irrumpido recientemente. Grupos que ven con desconcierto y coraje que alguien que se proclama a favor de los desposeídos les convierta en blanco de sus ataques.

Académicos, artistas, científicos y parte de la prensa no serán testigos mudos mientras el presidente juega al tapado. No solo porque desde hace décadas impulsaron la democracia, sino porque encima desde Palacio Nacional les han llenado de agravios y se debilitan sus espacios laborales.

Las mujeres y las víctimas de la violencia — no pocas veces las mujeres como víctimas de la violencia, incluso— tienen muy claro lo que de ellas opina el presidente: sus reclamos son despreciados con palabras y hechos.

Con denuedo López Obrador ha dilapidado el apoyo que tuvo de grupos (los médicos, también) e incluso de todo aquel que se considere de clase media o se sienta con aspiraciones legítimas de mejora de la condición de su familia.

Ese es el prólogo de la batalla electoral que ha iniciado ya pero que AMLO pretende que sea una donde solo él compita. Para ello prensa con influencia y no pocos opositores, con su errático o interesado conformismo, ayudan al presidente a construir la noción de la supuesta inevitabilidad del triunfo de quien él diga en 2024.

Como en el pasado priista, desde la Presidencia se querrá instalar desde el miedo hasta la amenaza. Se hará todo lo posible para descalificar a las alternativas y las disidencias. Pero como en ese mismo tiempo ido, lo importante es si la sociedad quiere una convivencia política donde una sola persona detenta el monopolio de la voz para nombrar las virtudes, los defectos y, sobre todo, el destino de la nación entera.

Se oye a menudo que no hay oposición. Y es cierto, lo que se ve deja mucho qué desear. Pero ¿hay sociedad? ¿hay ciudadanos y colectivos dispuestos a recordar con acciones que a México le vino bien que Zedillo cediera el poder a otro partido, que la incertidumbre sobre el resultado de una elección obliga a los contendientes a la apertura, al diálogo y los pactos con sectores más allá de su militancia?

Monreal tiene que recomponerse del golpazo de sus compañeros. Al tiempo que rompe récords de aguante en el maratón de decisiones nada diplomáticas que Palacio le impone, Marcelo Ebrard intenta hacerse presente en los medios sin generar la molestia de Ya Saben Quién. Y Claudia Sheinbaum solo quiere que ya sea 2024. Los tres parecen hoy destinados a la sumisión. Pero las y los ciudadanos, ¿qué querrán? ¿Volver al pasado donde solo una voluntad valía? ¿O ejercer derechos y libertades que con sangre de muchos mexicanos se ganaron? ¿Convalidar el tapadismo o la democracia?

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