Matar a un periodista
Es necesario que todo el peso del Estado, aunque débil en México, caiga sobre los criminales y que las escasas y en muchos casos ineficaces medidas de protección mejoren
La criminalidad que se vive en México suele compararse con un país en guerra. Cien víctimas diarias, unos años más, otros menos, así pasen las décadas. Las noticias repiten, sin que hagan gran efecto, que son asesinadas 10 mujeres al día, un policía cada jornada, decenas de políticos en campaña electoral y varios periodistas al año. Por no hablar de otras matanzas. Solo en determinadas circunstancias, la ciudadanía sale de su letargo, como ha ocurrido este mes de enero, tras el asesinato de tres reporteros, dos de ellos en Tijuana en el plazo de una semana. Un impacto especial ha tenido el caso de Lourdes Maldonado, porque ella participó en una de las conferencias matutinas del presidente hace casi tres años. Le pidió su apoyo porque temía por su vida. Una bala le ha dado la razón.
En México, el hartazgo de los profesionales de la información se ha traducido estos días en numerosas protestas en 23 Estados y decenas de ciudades. Viven bajo una espiral de violencia que, cuando no acaba con sus vidas, les condena al silencio. Hay zonas en el país donde los medios de comunicación ya no informan de las balaceras, ni del crimen organizado, ni de la política más corrupta. Las llaman, con un dulce eufemismo, zonas de silencio. Muchos reporteros han dejado el oficio o se han desplazado a otros lugares para protegerse. La podredumbre que anida en las instituciones tiene una difícil salida: el poder político conchabado con el crimen y una justicia ausente por miedo o por la misma colusión de intereses. Más del 90% de los casos quedan impunes.
El ruido mediático por el dolor de las últimas víctimas ha impelido a los gobiernos y a las fiscalías a manifestar cierta diligencia en las condenas y en las investigaciones. Pero muchos se preguntan en qué momento se apagarán los focos y las prácticas dilatorias de la justicia volverán a sus cauces habituales. Años, décadas, llevan algunos casos durmiendo en los legajos de los tribunales, cuando todos saben de dónde parte la violencia o quiénes son los asesinos o sus autores intelectuales. El patrón se repite: informaciones incómodas, amenazas e intimidaciones y, finalmente, el ruido de la pólvora.
Matar a un periodista, como se ha recordado en las múltiples protestas, es asesinar la verdad, silenciar un contrapoder necesario para la democracia, algo que ningún Estado debería permitir. Es obvio que acabar con este mal supera las posibilidades de un solo Gobierno, es necesaria una movilización institucional de todos los poderes. Este martes, en decenas de ciudades de México se encendió una protesta y se escuchó una voz común. Es necesario que todo el peso del Estado, aunque débil en México, caiga sobre los criminales y que las escasas y en muchos casos ineficaces medidas de protección mejoren. Solo así se podrá restablecer la confianza perdida.
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