El Atlas, una historia en rojo, blanco y negro
El futbol es localía y familia y me consta que mis amigos atlistas han pagado de sobra el tributo de lealtad y dolor que el futbol nos impone
Cuando nací, en el lejano 1976, hacía 25 años que el Atlas había sido campeón por única vez en la historia. Aquello pasó en la temporada de 1951, que ya por entonces olía a naftalina y se concebía en sepia, y hoy día equivale casi a pieza precolombina o pintura rupestre. El equipo no ha levantado un trofeo de la Liga Mexicana a lo largo de los 45 abriles que llevo de vida. Estuvo cerca, en una serie de penales en la final del torneo de verano de 1999, pero no hubo suerte y perdió ante el Toluca. Han pasado otros 22 años desde aquella caída. Son 70 añitos en total.
El Atlas, pues, ha sido sinónimo de fracaso desde que me acuerdo. Pero hay que reconocer que su identidad no se agota ahí. Porque entre miles de personas en mi ciudad, Guadalajara, y en pocos pero empecinados hogares del resto del país, jamás se ha dejado de creer en que los rojinegros serían capaces, un día, de coronarse. Como si pertenecieran a un culto mesiánico, he visto a muchos de mis amigos vivir esa fe doliente, que ha implicado tragarse derrotas a puños, con puntualidad, año con año, o semestre con semestre desde que los torneos son “cortos”. Y, sin embargo, seguir allí, en la espera. A veces con humor (“Atlas, aunque gane”, es su lema favorito). Otras, con exasperación y hasta con violencia (recordemos la invasión de cancha de los cuartos de final del torneo de Clausura 2015, cuando las Chivas goleaban 4-1 a los rojinegros). Pero siempre, hay que reconocer, con imbatible dignidad. “No vivo de copas”, es otro de los lemas preferidos de mis amigos. Aunque, tantas veces, la pena haya provocado que recurran a copas desbordantes de alcohol para olvidar las de futbol.
Hubo atlistas de vocación que acabaron, hace años, por abrazar otros colores. Hay quienes eligieron irles a los equipos de la capital o a los del norte, que últimamente ganan más. O, peor, que aseguran que el equipo de sus amores es el Bayern Múnich, el Barcelona, el PSG o cualquiera que cope los entusiasmos de los arribistas por sus muchos campeonatos, sus estrellas mundiales o su juego. Pero la gran mayoría de los rojinegros que conozco jamás abandonaron el barco, por más hundido que estuviera: siguieron en la tribuna y pagaron sus abonos y camisetas y aguantaron las bromas y los memes y las eliminaciones, puntuales, de cada torneo. Y persisten aún, impermeables a la gélida y cruel realidad. Y, caramba, tengo que reconocer que me gustaría que encontraran su premio, al fin, en este nefasto 2021. Aunque yo pertenezca al culto rival.
Soy del Guadalajara porque mi madre, española y expatriada, era chiva convencida y su héroe de juventud fue el inmortal portero Jaime el “Tubo” Gómez (y de ella y de mi abuelo, que vivieron al lado del original estadio Metropolitano, heredé mi otra camiseta rojiblanca: la del Atlético de Madrid). Y uno, qué quieren, le va al equipo de su ciudad y al de su sangre y qué vergüenza ser partidario de una camiseta cualquiera, cuando va y la paga en una tienda, y luego se pavonea como si hubiera ganado algo, solo porque unos millonarios meten goles al otro lado del país (o el mundo).
Por eso, aunque hayan sido mis rivales toda la vida, y aunque representen el otro lado de mi ciudad, no puedo evitar la punzada de simpatía que siento por el Atlas en esta final que juega contra el León. Porque creo que el futbol es localía y familia y me consta que mis amigos atlistas, esa vieja guardia inconmovible, han pagado de sobra el tributo de lealtad y dolor que el futbol nos impone. Y porque, en esta ciudad triste, de muertos y desaparecidos, que es Guadalajara, me daría gusto escuchar, aún a lo lejos, el sonido amable de la victoria y la fiesta.
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