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Columna
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La mala leche

En un opúsculo de reciente factura se transpira toda la mala leche que llevaba en las venas un autor que se fue de este mundo dejando un reguero de píldoras hirientes

Jorge F. Hernández

Afortunadamente, se va extinguiendo el fenotipo del español peninsular que —simulando sonriente su dizque amor por México— transpira en el fondo un desprecio con el que logra disfrazar sus abusos y ventajas con la máscara de la solidaridad altruista. Hablo del tradicional gachupín (cada vez menos visible y viable) que se hace millonario manchando su tweed inglés con suadero en salsa verde sin revelar del todo que en el fondo lo detesta, el mismo fulano que degusta una botella de Cote du Rhone para bañar su beouf bourguignon como menú de la sobremesa donde se hace le gamberró y repudia toda arista de la lengua, cultura e historia de Francia. En fin, hablo del mamonazo que se cree londinense para intentar negar la cruz de su pueblo de los caballeros de Castilla o Villa Tapujo del Chorrito.

En un opúsculo de reciente factura se transpira toda la mala leche que llevaba en las venas un autor que se fue de este mundo dejando no solo el póstumo señuelo de su supuesta calidad literaria, su legendaria trayectoria editorial o el pasado de librero en blanco y negro, sino un reguero de píldoras hirientes, venganzas inventadas, rencores de mala leche contra no pocos mexicanos y mexicanas que apuntalaron su andanza en vida y ayudaron a hincharle las cuentas bancarias. Tal autor de cuyo nombre no quiero acordarme hasta que encuentre la vera etimología de su apellido en español (sin importar si lleva guinda su apellido en inglés) no tenía necesidad de recurrir a la sutil ira que partía de la simple burla para dejar como último legado unos párrafos que no son en realidad relatos ni memorias, sino pretextos para edulcorar con espejismos esa rara saliva del gachupín que se caga en México aunque le sirva de título.

El escudo de la muerte no es excusa para celebrarle sin reserva alguna las sutilísimas maldades lácteas de quien finge irse de este mundo cantando las de José Alfredo cuando en realidad nunca logró disfrazar del todo su improvisada conexión con ese y todos los mexicanos, con esas canciones y todos los sabores de un país que en realidad ya lo olvidó desde hace mucho tiempo, para desgracia de quienes celebran el libelo del odioso en cuestión.

No hablo de las ansias del escritor como espontáneo en el centro del ruedo ni del hacedor exquisito de libros capaz de pautar el silencio musical de un poeta… hablo del descarnado empresario que se fascina ante la sempiterna corrupción policíaca de ciertos mexicanos como quien compra los derechos de una película sobre orangutanes, como si el Negro Durazo fuera clon de King Kong (que quizá lo era, aunque no en el filtro de la mala leche de quien solo buscó hacer dinero con exhibirlo) o pasear por los escenarios las maquilladas demandas del barrio como fetiche kitch o kinky o explotar hasta las arrugas del tequila por la pasarela del buen rollito, de la buena onda manito, como Fridas al servicio del quémasdá o el aisevá, de que no importa si sigues escribiendo Méjico con J mientras los demás crean que hablas algo de náhuatl porque no te atoras en Xochimilco y pasas temporadas de gorrón de anfitriones sobre los que has de intentar manchar o mancillar en páginas póstumas no de malagradecido sino de la pura mala leche, la misma mentirita con la que fuiste capaz de reeditar un libro ya viejo con pasta nueva y representarlo como novedad en entrevistas tipo rockstar donde ni las gracias diste al restaurantero que prestó el mise en scène para tu impostura, con la vocecilla callada que —debido a tu lamentable fallecimiento—parece recibir ahora licencia, perdón y hasta aplauso por el falso silogismo de que la prosa va por encima de la muy mala leche con la que se fueron espolvoreando las páginas de un testamento que, en realidad, solo sirven para conocer que la vera etimología de la palabra cloaca es arroyo de mierda.

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