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Tribuna
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La cuarta transformación de Zaldívar

La Suprema Corte parece más una carpa de lucha política y presupuestaria donde se reparten cargos burocráticos y se guardan en el cajón los pendientes que pueden lastimar al Gobierno

El ministro de la Suprema Corte Arturo Zaldívar, en enero de 2015.
El ministro de la Suprema Corte Arturo Zaldívar, en enero de 2015.NOTIMEX

Arturo Zaldívar va rumbo a su cuarta transformación. De abogado brillante a juez constitucional, la primera. De catedrático universitario, a amanuense de una consulta popular del Ejecutivo, la segunda. La tercera, de valiente contrapeso al poder presidencial a miembro de comitiva para fotografías con el primer Mandatario. El cuarto cambio es el indignante: puede mutar de presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal a lo mismo, pero espurio. La toga como disfraz.

Mientras Zaldívar dice desconocer la totalidad de la reforma judicial, (en la constitucional, me consta personalmente, no se le movió una coma sin su anuencia, ni siquiera se examinó la propuesta del senador Ricardo Monreal de crear una sala especializada en anticorrupción), la Corte mexicana se dañó. Ya no es un Tribunal Constitucional desde donde se regula y defiende a la Carta Magna; parece más una carpa de lucha política y presupuestaria donde se reparten cargos burocráticos, se goza de emolumentos públicos (sus fideicomisos no se tocaron, como muchos de investigación científica), y se guardan en el cajón numerosos pendientes de los asuntos litigiosos que raspan o pueden lastimar al Gobierno del presidente López Obrador. El affaire Zaldívar desdibuja a la Suprema Corte, sin importar la decisión personal que tome el juez sobre la extensión indebida de su mandato. La Corte ya perdió. Quienes veneran a José María Morelos, lo volvieron a asesinar porque soñó con poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial “divididos”, y “vocales” que “funcionarán ¡cuatro años! turnándose, saliendo los más antiguos para que ocupen el lugar los nuevos electos”.

En el fondo está la patrimonialización de la carrera judicial, e insisto, la postergación de las resoluciones de los grandes temas que el obradorismo impulsó y están pendientes de resolución. Zaldívar quiere estar en el repique de las campanas de catedral y, al mismo tiempo, en las mañaneras de Palacio Nacional. Quiere ser presidente dual, de la Corte Suprema que solo debe tener los ojos puestos en la Ley Fundamental, y del Consejo de la Judicatura, que promueve los concursos judiciales, sanciona y premia juzgadores, administra el patrimonio del poder judicial, que para el año 2021 ascendió a más de 64.000 millones de pesos, mientras que la Corte solo gastará poco más de 5.000 millones. Por cierto, los ministros y ministras pueden nombrar libremente, fuera de la carrera judicial a los integrantes de sus oficinas. La UNAM, concretamente su Instituto de Investigaciones Jurídicas, ha criticado desde hace años esa doble función y ha dicho que es fuente de un “presidencialismo judicial” y, yo agrego, nido de corrupción, cuna de conflictos de interés, donde se siembran jueces amigos para cosechar sentencias favorables.

Manuel García-Pelayo, el primer presidente del Tribunal Constitucional español, después de la dictadura franquista, lo tenía clarísimo. La Suprema Corte debe “renunciar a la tentación de hacer del Tribunal un órgano político, desvirtuando su auténtica naturaleza”.

¿Qué hizo Zaldívar sino malabares políticos con la pregunta para dizque juzgar a los expresidentes? Pero García-Pelayo fue más profundo y categórico, y en el acto solemne de constitución del Tribunal Constitucional en España, el día 12 de julio de 1980, sentenció: “Para quienes integramos el Tribunal, para el Tribunal mismo, la resistencia a esta tentación implica el mantenimiento de una firme y constante actitud de renuncia a incurrir en lo que se ha llamado gobierno de los jueces, que es una patente y posible deformación del régimen democrático” [las cursivas son mías].

La cuarta trasformación zaldivariana no nació en el Partido Verde Ecologista de México, que casi siempre sigue instrucciones de Palacio Nacional y le regaló cinco diputados a Morena, sino de la obsesión de Arturo Zaldívar de mantener las dos tareas: juzgar la regularidad constitucional y gobernar a los jueces. Importa el control total del Poder Judicial, no las sentencias para que “los pobres sean escuchados y sus reclamos atendidos”, como se prometió. De ser cierta esa demagógica aseveración, la reforma judicial completa hubiera abarcado la siempre postergada justicia local, la de los Estados de la República, que con menos presupuesto que la justicia federal atiende más asuntos. ¿Dónde se juzgan homicidios, lesiones, herencias, cumplimiento de contratos mercantiles? ¿Y cuándo se ha pedido mayor presupuesto para los juzgados locales, muchos de ellos víctimas de presiones de delincuentes y de sus gobernadores voraces? La justicia federal, la de élite, se impuso frente a la justicia más próxima al ciudadano.

La nueva reforma judicial es un monumento a la soberbia, un relumbrón a una undécima época de sentencias jurisprudenciales, que dictarán algunos jueces sabios, probos y valientes, con los que ya se molestó Zaldívar, pero también otros jueces venales dispuestos a recibir llamadas para complacer a funcionarios y empresarios poderosos, como ocurría cuando gobernaban el PAN o el PRI, en los últimos sexenios. La reforma no tiene ningún antídoto eficaz a traficar influencias en los juzgados. Las cosas pintan igualito. El panorama es desolador, salvo para quienes planearon y ejecutaron la maniobra anticonstitucional; de ellos serán las mieles que escurran de ese poder.

Hace miles de años, en la Roma antigua, el Senado claudicó ante el emperador, y destrozó la República. Hoy, de concretarse, la cuarta transformación de Zaldívar, enfermará gravemente al Poder Judicial, llenará de incertidumbre al país, y juntos habrán hecho en palabras de Ignacio Ellacuría “coprohistoria”.

Germán Martínez Cázares es senador por Morena.

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