López-Gatell, Mann y Nabokov: degradación y perversión
Resultó que Hugo López-Gatell era un político, antes que un médico, o que era, que siempre fue, tan solo un político
Como muchos, hace poco más de un año, le di mi voto de confianza a Hugo López-Gatell. El año, sin embargo, ha sido duro y doloroso. Y aquel voto, que entregué en tanto ciudadano, columnista y escritor, ha sido vano. En La muerte en Venecia, Thomas Mann escribe: “Razón de dicha es para el escritor el pensamiento capaz de transmutarse, todo él, en sentimiento, y el sentimiento capaz de devenir, todo él, idea”.
Esta sentencia, soltada así, como si nada, como cualquier otra frase que, sin embargo, es un tren que arrolla al lector a alta velocidad, está, consciente o inconscientemente, colocada en el centro exacto de la novela, novela que, como sabemos, trata primordialmente del combate entre la razón y las pasiones.
Utilizo la palabra combate, aunque también podría usar la palabra contraposición o la palabra tensión, porque no me atrevo a echar mano de la palabra que el propio Mann decidió utilizar cuando se vio obligado —como les sucede a casi todos los escritores y escritoras— a responder sobre su creación, a explicar, pues, aquello que él no podía explicar porque su explicación ya estaba dentro del libro, era el libro.
Degradación, esta es la palabra que Mann utilizó una y otra vez —además de desequilibrio— cuando le preguntaron —los periodistas, los críticos, demás escritores— sobre la situación que arrastra a Gustav von Aschenbach por la pendiente de sus sentimientos y sus pensamientos, antes que por una ciudad, un hotel y una playa, obligándolo, a Mann, a enfrentarse con aquello que él ya había enfrentado durante la escritura y haciéndolo, por tanto, repensar, en vez de pensar, reimaginar, en lugar de imaginar.
Es así como la “dicha” de la novela se vuelve, cuando el autor debe explicarla, en “degradación”. Y esta reconversión, como pocas otras, desnuda la distancia que hay entre la escritura y la explicación de la escritura, entre la ficción y la explicación de la ficción, entre la literatura y la explicación de la literatura. Por eso, si de algo podemos estar seguros, es de que la palabra “degradación” debería ser la última que utilizáramos para hablar de La muerte en Venecia, porque es una palabra que justifica, como cuando Nabokov transmuta el “ardor” de Humbert Humbert en “perversión”.
(Nabokov, por cierto, era consciente de lo inútil y lo vano que resulta preguntarle a un autor sobre sus obras, no solo una vez que estas han sido terminadas y publicadas, sino incluso cuando estas se encuentran en proceso, porque sabía, porque era consciente, pues, de que la relación del autor con su creación se explica únicamente en soledad y porque era consciente, también, de que la intuición es una forma del pensamiento y del sentimiento que no puede ser explicada: “No me lo pregunte, no puedo, no sé cómo decirlo. Si empiezo a hablar de esas cosas, si tengo que sentirlas otra vez, mueren. Es como una metamorfosis: no se produce si se la mira”).
Intuición, esta es la palabra, el concepto clave; la palabra, el concepto que resulta intransmutable, el vértice, la bisagra entre pensamiento y sentimiento pero también entre autor y obra; la palabra, el concepto que sucede únicamente en presente, que no posee pasado ni futuro, que no puede ni repensarse ni tampoco reimaginarse y que, por lo tanto, conduce a la invención, esa otra forma de la mentira, no, no de la mentira, pero sí de la falsedad, de esa falsedad a la que se condena todo autor que se explica o que explica su trabajo —y peor aún en estos tiempos en que la corrección política se ha vuelto un embudo cuyo ojo es cada vez más angosto y cuya corriente arrastra a todos los autores, en su favor o en su contra—.
Hay, sin embargo, algo más. Una suerte de revés de la intuición. Una forma de rebelión de la bisagra, una estrategia, pues, a través de la cual ese vértice intransmutable se aferra a la vida. Degradación, decía Mann que era la palabra que mejor explicaba la historia de La muerte en Venecia. Y aunque no es verdad que sea la palabra que explica el actuar de Gustav von Aschenbach —como tampoco perversión es la que explica el actuar de Humbert Humbert—, sí que es la que explica al resto del mundo en que se encuentra, en que se inserta —como la palabra perversión explica el mundo en que se encuentra, en que se inserta Humbert Humbert—.
Perversión es, entonces, una palabra que Nabokov —el revés de su intuición, el inconsciente de su intuición—, lanza, no para hablar de su obra, sino del mundo en que su obra acontece, al igual que degradación es, entonces, la palabra que Mann —el revés de su intuición, el inconsciente de su intuición—, lanza, no para hablar de su obra, sino para hablar del mundo en que su obra acontece. Ese mundo en el que la autoridad es capaz de ocultar, primero, una epidemia, y, después, la magnitud de esa misma epidemia, con tal de que la economía pueda privar sobre la vida.
(”Desde principios de junio se fueron llenando silenciosamente los pabellones del Ospedale (…) Pero el temor de causar perjuicios, el hecho de que poco antes de que hubieran inaugurado exposiciones, así como las pérdidas que, en caso de pánico, amenazaban a los hoteles, tiendas y al turismo, demostraron ser, en la ciudad, más fuertes que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales, e indujeron a las autoridades a mantener obstinadamente su política de encubrimiento y desmentidos”).
¿Quién diría que, tantos años después, las palabras que Mann y Nabokov, que los reveses de sus intuiciones utilizaron para describir el mundo en el que se insertaron sus dos más grandes obras, seguirían sirviendo para describir el mundo en el que habitamos? Porque está claro que la política sanitaria del Gobierno, a un año de haberse echado a andar y tras 200.000 muertos, no ha hecho más que degradarse.
Así como está claro que, el hecho de que el encargado de dicha política, el hombre que, durante poco más de un año, nos ha solicitado a todos los mexicanos ser responsables y quedarnos en casa, se pasee por las calles sin tapabocas y contagiado del bicho —que es lo mismo que contagiando— no es sino un acto perverso. Sí, sé que hace un año yo mismo le di mi voto de confianza a Hugo López-Gatell, más aún, sé que lo apoyé y que lo defendí, pues defendía, ante la pandemia, la actuación de los expertos por encima de la de los políticos. Pero resultó que Hugo López-Gatell era un político, antes que un médico. O que era, que siempre fue, tan solo un político. Y que, en mí, como en cualquiera, se transmutan los pensamientos y los sentimientos.
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